¿Qué es reología?

• En esta sección se expone in extenso qué es la reología. Para una definición brevísima diríjase al inicio.

• Lo que sigue es una reproducción (salvo por modificación de erratas) en HTML del artículo:

SIERRA-LECHUGA, Carlos (2022). “¿Qué es reología? Breve tratado de reología apto para todo público”, Revista de Filosofía Fundamental, N° 2, septiembre-diciembre, pp. 111-241.

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• Este texto es de 2022 y no se ha modificado nada para esta versión en HTML salvo erratas, por lo que los matices y avances de la reología a partir de ese año no están incluidos aquí. Para textos más actuales diríjase a la bibliografía dando clic aquí.

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¿Qué es reología?
Breve tratado de reología apto para todo público

Carlos Sierra-Lechuga

Filosofía Fundamental, España
2022

Resumen

Este es un breve tratado que condensa, de una manera apta para todo público, una respuesta a la pregunta “¿qué es reología?”. Se pasará revista a los siguientes puntos: el motivo de una herramienta nueva como la reología; su clarificación como herramienta y no como doctrina, es decir, como autónoma; sus características: explicativa (no sólo descriptiva), factual (no especulativa), probativa (no a priori) y tradicional (no tradicionalista). Antes de esta última característica, habrá un excurso sobre reología y ciencia. Luego, distinguiremos la reología de la ontología y otro excurso distinguirá nuestra herramienta de la “reología” física. Mostraremos después cómo la nuestra constituye un realismo nuevo. Cierra un tercer excurso titulado “¿qué son las cosas?”. Al final, entregamos una bibliografía actualizada dividida por los siguientes temas: reología básica, desarrollos filosóficos desde la reología, herramientas de reología, reología y ciencias, reología y otras filosofías.

Palabras clave: Metafísica, filosofía contemporánea, realismo, historia de la filosofía, ontología.

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What is reology?
Brief treatise on reology suitable for all audiences

Carlos Sierra-Lechuga

Fundamental Philosophy, Spain
2022

Abstract

This is a brief treatise that condenses, in a manner suitable for all audiences, an answer to the question “what is reology?”. The following points will be reviewed: the reason for a new tool such as reology; its clarification as a tool and not as a doctrine, i.e., as autonomous; its characteristics: explanatory (not only descriptive), factual (not speculative), probative (not a priori) and traditional (not traditionalist). Before this last characteristic, there will be an excursus on reology and science. Then, we will distinguish reology from ontology and another excursus will distinguish our tool from physical “rheology”. We will then show how ours constitutes a new realism. A third excursus entitled “what are the things?” closes. At the end, we provide an updated bibliography divided by the following topics: basic reology, philosophical developments from reology, tools of reology, reology and sciences, reology and other philosophies.

Keywords: Metaphysics, contemporary philosophy, realism, history of philosophy, ontology.

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¿Qué es reología?
Breve tratado de reología apto para todo público

Carlos Sierra-Lechuga

1. Introducción

Este trabajo tiene una finalidad pedagógica y amable: mostrar al amplio público de qué hablamos cuando los filósofos hablamos de reología. Expongo aquí brevemente qué es, dejando detalles fuera que están publicados, o lo estarán, en otros textos.

Por familiaridad con el lector, evitaremos referencias explícitas a otras obras, propias o del equipo de reólogos, cuánto más de otros profesionales. Sin embargo, al final le entregaremos una lista de textos de bibliografía actualizada en reología, todos a disposición pública. Antes de ello, recorreremos algunos breves puntos en el siguiente orden: el motivo de una herramienta nueva como la reología; la clarificación de la reología como herramienta y no como doctrina, es decir, como autónoma; pero además como herramienta explicativa (no sólo descriptiva), factual (no especulativa), probativa (no a priori) y tradicional (no tradicionalista). Entre estos dos puntos un breve excurso hablará de reología y ciencia. Luego, continuaremos distinguiendo la reología de la ontología, un segundo excurso distinguirá nuestra herramienta de la “reología” de la física. Después mostraremos cómo constituye la reología un realismo nuevo. Termina un último excurso {113} sobre qué son las cosas. Todo esto, insisto, en un lenguaje familiar y, en todo lo posible, claro.

Antes de comenzar, es menester una petición o advertencia al lector: al tratarse la reología de una “filosofía nueva”, en virtud de la cual ha sido creada (pues de otro modo nos bastaría con las filosofías ya disponibles), el lector deberá hacer un esfuerzo por no leer estas líneas desde marcos teóricos propios de esas filosofías ya disponibles. Si así lo hiciera, se desvirtuaría el sentido de urgencia en la elaboración de nuevos modos de filosofar. Es decir, vamos a poner un ejemplo para entendernos, si nos bastara con el realismo tomista o con el materialismo buenista, entonces no hubiera sido necesario crear nada, sin embargo, no ha sido así. Por tanto, leer los textos de reología no puede hacerse desde el realismo tomista o el materialismo buenista (encontrando en nosotros lo que ahí se llama “realidad”, lo que ahí se llama “materia”, etc.), habida cuenta de que ha sido creada la reología justamente para ayudar a los filósofos a salir de esos (y otros) marcos. La razón es simple: las herramientas de esos marcos diseñadas para solucionar ciertos problemas resultan estar infectadas de los mismos problemas que quieren solucionar, de modo que siempre que se usan, los problemas reaparecen; luego, nuestra herramienta, que no viene cargada de esos problemas, no debería ser interpretada desde las que sí (pues entonces también se contagiaría). Sería una actitud “contradictoria”, por así decir, leer lo nuevo con lo viejo, porque entonces lo nuevo sería malentendido. Por ejemplo, con esa actitud jamás se habría captado la novedad de lo que significaría “sujeto” {114} en la modernidad respecto de lo que hasta entonces significó subiectum o ὑποκείμενον (hypokeímenon), algo “de las cosas” y no “de las personas”. Sería, pues, una actitud hermenéutica por lo menos peligrosa, toda vez que estaría leyéndose con precomprensiones antiguas propuestas (pretendidamente) novedosas, lo que evitaría entender el sentido de dichas propuestas. No se puede ir pensando en estas líneas: “aquí está el sujeto”, “aquí está el objeto”, “aquí hay realismo ingenuo”, “aquí está lo que [inserte aquí lo que ‘yo entiendo por’]”, etc., porque, en rigor, aquí no hay nada de eso, de modo que exhortamos al lector a seguir lo aquí dicho “desde sus propias carnes”, y no desde preconcepciones y prejuicios teóricos. Es así como decidirá si esta herramienta le parece novedosa o no, le sirve o no, etc., es decir, que lo decida su experiencia, y no un “marco de conceptos previos”.

2. Motivo

La reología es una herramienta con que la filosofía puede hoy estudiar la realidad de las cosas; averigua qué es realidad y cómo se constituye lo real. Pues bien, si la reología es una herramienta más en la filosofía (y ahora veremos qué es eso de que sea “herramienta”), una más de las que la filosofía ya dispone, como la fenomenología, la hermenéutica, el análisis lógico, etc., ¿por qué crearla?

Hoy en día los temas que nos acucian, tanto a filósofos como a investigadores en general e incluso a la gente de a pie que somos todos, tienen que ver en una u otra medida con un común denominador. Por un lado, se {115} cuestiona, por ejemplo, la realidad social; no ya como otrora, por el símbolo que simboliza el Estado, o por la idea de una nación y de su espíritu; es la realidad social un asunto que pega sobre todo ahora, periodo de colapso, crisis y guerra. También se oye preguntar, por ejemplo, por la realidad virtual, no sólo por lo que las nuevas vías de comunicación (y manipulación) representan, sino por su propia constitución, sobre todo ahora con el polémico “metaverso”, ¿es eso vida real? Pero también se oye hablar, por ejemplo, del arte realista, como si este imposibilitara a la imaginación a generar nuevas formar de transformación social o política por vía artística. Se oye hablar y preguntar, por otro camino, por la “efectividad” de las vacunas, como poniendo en duda la realidad de que trata la farmacología o la epidemiología. En fin, aparece por todas partes ese tema que brota a borbotones sin que los filósofos reparen seriamente en él, muy a pesar de que se vive en la filosofía profesional un “renacimiento”, más bien una moda, del “realismo”. Se oye, sí, en la academia hablar de “nuevos realismos”, “realismos especulativos”, “realismos científicos”, “realismos estructurales” y demás. Parece hoy una “época de oro” para el realismo, aunque a mí me da la impresión de que es más bien una “época de pirita”. Indiferentemente de si traten o no en rigor el problema de fondo, adelanto que a mi parecer no lo hacen, son por lo menos muestra patente de la imperante sed de realidad en la que vivimos, estofados como estamos ya de lleno en esa realidad que no terminamos –quizá porque aún no comenzamos– de comprender. El “sentimiento oceánico” del que ya hablaba Freud, o la Geworfenheit (arrojamiento) de Heidegger, hoy se resiente (no es que se reinterprete) a {116} nuestra manera como si un hidrópico sediento estuviera náufrago en el mar, seducido por un agua que no puede ni debe beber.

En efecto, las preocupaciones actuales, profesionales o personales, siempre van emparentadas con el problema de la realidad, he ahí el común denominador de nuestra época. Hoy nuestras dudas ya no son sobre otros mundos, lo que “está fuera” de este, lo que “podría ser”. Hoy nos pone de los nervios no cómo llegar a la otra vida, sino cómo llegar a fin de mes. De hecho, las ficciones de nuestro tiempo no imaginan otra vida (cómo “sería”), sino cómo será esta vida nuestra de seguir como seguimos; por eso el cine y la literatura están llenos de escenarios distópicos, no porque hablen de otro “topos”, sino porque están señalando algo de este nuestro que ya es.

Es el “tema de nuestro tiempo”, esta vida, este mundo, esto, aquí, ahora… realidad. Ya Pedro Salinas, uno de los últimos poetas del siglo XX, con preclara lucidez lo palpaba, aunque quizá en lontananza con ese tacto a distancia que es la visión –como decía Aristóteles–, cuando cantaba: “¡Están! La sorda vida perfecta, sin color, se me confirma, segura, sin luz, la siento: realidad profunda, masa”. ¿Qué es realidad? ¿Qué es lo real? ¿Cuándo algo se hace realidad o cómo lo real ha llegado a serlo? ¿Cómo me encuentro en esta realidad, tan real yo como ella? Esto, y no el tiempo, sí que es algo que entendemos hasta que nos lo preguntamos. En efecto, actuamos con perfecta naturalidad moviéndonos en la realidad, entre cosas reales, somos una más de ellas, fluyendo; pero no lo entendemos. Así, ¿quién dudaría de {117} la realidad que se siente –masa– cuando uno se golpea, o de la que se siente también –profunda– cuando uno se decepciona? Es ridículo querer demostrar que hay realidad, decía también Aristóteles, pero agregamos que no es ridículo sino arduo y penoso el querer entenderla. Asimismo, la realidad no está en mí, yo estoy en la realidad. Y si lo estoy, y en alguna medida ella también lo está en mí (¿en qué medida?), será porque soy tan real (pero lo soy enteramente y no sólo “la parte extensa” de mí) como cualquier otra cosa. La realidad está en mí porque soy realidad. Realidad de realidades, todo es realidad. Y a pesar de ser reales, y de estar seguros patentemente de la realidad que nos sitúa y sitia, nos asaltan las preguntas porque no acabamos de entenderla, quizá –nuevamente– porque no hemos comenzado a hacerlo. Las preguntas por la realidad son preguntas que fustigan al inconsciente colectivo y personal, y para tratarlas con rigor desde la filosofía se requiere de alguna herramienta suya. Problema: no tiene herramientas para hacerlo… hasta ahora.

¿Con qué iba la filosofía a tratar el magno problema de la realidad? ¿Con fenomenología, cuando lo que le interesa no son las cosas sino “los modos de conciencia” en que aparecen (no la realidad sino “el sentido”)? ¿Con hermenéutica, cuando lo que le interesa no son los hechos sino “cómo los interpretamos como textos en contextos” (nuevamente “el sentido”)? ¿Con análisis lógico, cuando lo que le interesa tampoco son los hechos sino “las proposiciones lingüísticas” sin aquello que, dicen, “reflejan” (nuevamente “el sentido” sin lo que llaman “referencia”)? Y mira que “teorías de la referencia” las hay {118} por montones, sin que se cuestione, no digamos enriquezca, la idea de realidad que de fondo se tiene en todas. Es la tiranía del sentido, el dar la espalda a la realidad que denunciaba hace ya tiempo Nicolai Hartmann. ¿Con filosofía popular, cuando se interesa más por zombis filosóficos que por hombres y mujeres de carne y hueso, más por cerebros en cubetas que por animales cordados que a bien intentan mantener su tono vital, más por películas como Matrix que por la manipulación efectiva a partir de ventas de ideas de mundo? ¿Con qué herramienta? ¿Con la ontología? Para nada, lo veremos. Bien es cierto que quizá desde el inicio el único problema filosófico ha sido el problema de la realidad, no el del suicidio. Camus nunca vio a nadie morir por el argumento ontológico, decía él, pero vaya manera más reológica de morir la de Camus. El único problema, digo; pues averiguar si la φύσις (phýsis) tiene o no un ἀρχή (arjé), averiguar si el ser ha sido dado por un magno Ser, averiguar si el mundo se articula según nuestros conceptos, averiguar si la tierra nos arrastra al instante… ¿qué son sino la pregunta profunda por la realidad? En efecto, griegos, medievales, modernos y posmodernos están en el mismo lío. No se diga los científicos, que desde siempre han querido hallar el cómo de lo real; o los artistas, que han querido expresar lo real, en su nacimiento “imitarlo”, y ante todo enriquecerlo y, en vano, escapar de ello. Y sin embargo herramientas filosóficas, lo que se dice herramientas, las han dado los filósofos a cuentagotas, a pesar de que todos han sido impelidos por el arrastre de la realidad. No me malentienda el lector: todos han dado buenas y profundas respuestas. Pero hoy no son {119} respuestas las que necesitamos que nos sean heredadas, porque esas respuestas las dieron para ellos, su momento y su tiempo, sus particulares problemas, pendientes sí del magno problema, pero suyas al fin. Hoy necesitamos el medio con el que elaborar las respuestas propias. Nuestras respuestas. Teníamos que ponernos, nunca mejor dicho cuando se habla de herramientas, manos a la obra.

3. Herramienta

Así surge la reología. Como una herramienta contemporánea para tratar desde la filosofía el problema de la realidad, por indeterminado que a primera vista pudiera parecer. Por ello, es menester elucidar este instrumento.

Lo primero que habría que decir al respecto es que la reología es una herramienta filosófica, no es una doctrina filosófica o, como se dice a veces con poco rigor, un “sistema filosófico”. ¿En qué radica la sutil pero crucial diferencia? Las doctrinas filosóficas o “sistemas” tienen la aparente virtud de haber conseguido ya unas respuestas preclaras a determinados problemas o, lo que es más, a la totalidad de lo real como problema. Y digo que su virtud es aparente porque, lejos de que haber dado con respuestas inste a continuar indagando, resulta ser el terreno seguro e inamovible que es preciso defender a ultranza, generando el típico dogmatismo de las escuelas de filosofía. El “sistema filosófico” da a su creador una cosmovisión entera que le organiza el mundo, y en ese sentido su creador ha sido, justamente, creativo. Sin embargo, el problema con las {120} doctrinas es que ese esquema de pensamiento, que funciona para el creador como un escaparate donde taxonomizar la realidad, no sirve más que al propio creador, pues habida cuenta de que el sistema ya está hecho, es como una fórmula o receta para ordenar el mundo ante quien, sin haber creado ese sistema, sin embargo, lo adopta. Adoptar un sistema que no ha sido construido, por lo menos reconstruido, por uno mismo, resulta en filosofía siquiera sospechoso. Por eso, quizá sea mejor legar a la filosofía no “sistemas” privados, sino herramientas objetivamente públicas.

Otro problema con los “sistemas” es que, como digo, terminan formando escuelas cuya labor es defender la “ortodoxia” (sic) de las herejías, la “sana doctrina” –como se dice en ciertos ambientes teológicos–. Esto acusa abiertamente una muerte del pensamiento, por brillante que pueda ser el scholar. Dicho en breve, adoptar un sistema le evita al usuario el trabajo de filosofar. El usuario del “sistema de pensamiento”, pues, no tiene más que aplicar la receta siempre que pueda e, incluso, como ocurre en las “escuelas”, aún si no puede le corresponde a él hacerla encajar. Las doctrinas filosóficas, pues, sólo sirven a sus creadores; el séquito de fans tras el filósofo-alfa se evita con ello la labor, siempre penosa y ardua, de filosofar. El gurú de la escuela más bien hace un mal a sus followers, dándoles alguien que seguir, algo en que confiar y defender, pero nada que les estimule a pensar e investigar “más allá del maestro”. A ese tipo de auditorio ya le vienen ordenados el mundo y sus problemas, de modo que la escuela va adoptando actitudes sectarias a fin de proteger {121} la “sana doctrina”, reaccionando pedantemente contra todo lo que esté fuera de ella. Para nada es de extrañar, por ejemplo, que entre el séquito gustavobuenista ya se señalen entre sí no ser sino una “parodia de secta religiosa”.

Cierto es que “los grandes pensadores” de la historia de la filosofía fueron todos sistemáticos, sí; pero los grandes pensadores, y no es lo mismo ser sistemático que defender un “sistema”. Justamente esos grandes pensadores han creado sus sistemas, no adoptado alguno; en ese sentido, el sistema es para el creador un resultado de sus investigaciones, en las que habrá echado mano de herramientas, no unas premisas que haya que aplicar a todo (vía el sesgo de confirmación).

Ahora bien, una cosa es pensar sistemáticamente, es decir, de una forma no arbitraria, y otra elaborar un escaparate fijo al que se llama “sistema”; como diremos luego cuando hablemos de que la reología “es tradicional”, en filosofía no hay “sistemas filosóficos”, sino un unitario sistema que es la filosofía toda en su historia y dinamismo, como en la física no existe el “sistema” de Boltzmann a diferencia del “sistema” de Penrose o los que sean, sino un único pensar sistemático que es la física como tal.

Una herramienta, por su parte, es todo lo contrario a la doctrina. Lejos de tener respuestas, lejos de ser una filosofía hecha, es un utensilio con que hacer filosofía. Y entonces la cosa cambia, porque el usuario de la herramienta, a diferencia del usuario de la doctrina, está obligado siempre que la usa a ponerse a filosofar. La fenomenología, por ejemplo, es una herramienta; el {122} “husserlianismo” es una doctrina, lo que es evidente cuando se lee a un fenomenólogo (por caso, Merleau-Ponty o Michel Henry) o se habla con un husserliano, testigo fiel de Husserliana. Con gran sorpresa llamaba mi atención un reputado académico español que, sin vergüenza, pero honestamente –hay que admitirlo–, advertía al público antes de escucharle una conferencia: “yo no soy filósofo, soy experto en Husserl”. Por lo menos nos evitaba confusiones ulteriores. Este no es más que uno de tantos ejemplos de “escuelas”, me vienen a la cabeza otros como el aristotélico-tomista, el Materialismo Filosófico (buenismo), etc.

Gadamer, por seguir con la casuística a fin de dejar clara la diferencia entre herramientas y doctrinas, ha dado probablemente mucho más a la filosofía del siglo XX que quizá el mismo Husserl o hasta Heidegger. A diferencia de estos, Gadamer no ha hecho una escuela de “gadamerianos”. No parece que los haya por lo menos hoy. Sin embargo, a pesar de no haber “gadamerianos” por ningún lado, ocurre precisamente que hay hermeneutas por todas partes. Esto es, a mi parecer, sano en filosofía. No se verá comúnmente a los usuarios de la hermenéutica decir algo que, sin embargo, se les oye constantemente a otros scholars (como husserlianos o heideggerianos, entre muchos), a saber, decir algo como “Gadamer no dijo eso” o “estás traicionando a Gadamer” o “no has entendido a Gadamer” o, por último, “no te has leído lo último del archivo Gadamer”; porque lo que quiere el hermeneuta –en principio– es usar la hermenéutica como herramienta, no defender un determinado cuerpo doctrinal o, a la {123} postre, a su autor favorito. Lo que Gadamer ha hecho, a diferencia de sus profesores y otros, no es crear una escuela, sino dar a la filosofía una herramienta, la hermenéutica en este caso. Hablo de Gadamer, entiéndaseme bien, como padre arquetípico de esa herramienta, obviando los grandes aportes de los precursores que se quieran.

Pues bien, la reología es una herramienta; no es algo que se defiende, es algo que se utiliza.

4. Autónoma

Ahora bien, en tanto que herramienta, la reología es una herramienta autónoma, no podría ser de otra manera, esto es, no pende de autor ninguno. A diferencia del “sistema filosófico” que parece pertenecer sólo a un individuo, y que a la postre sólo le ordena el mundo a él en lo privado, una herramienta es una herramienta pública.

¿De quién es la hermenéutica, o la fenomenología, o el análisis lógico? Necio sería responder que “de Gadamer”, “de Husserl” o “de Frege”. Como el martillo, que no es de nadie, las herramientas que han servido a la humanidad –por lo menos antes del desmesurado afán por poseer lo que sea, incluso derechos o “propiedades intelectuales”, patentar– no son de nadie porque son de todos. Es decir: son públicas. Asimismo, la reología no pende de autor ninguno. Ni de mí, Carlos Sierra-Lechuga, ni del resto de reólogos del Seminario Permanente de Reología, ni cuanto menos de su gran precursor, Xavier Zubiri. {124}

Es menester detenerse aquí unas líneas: los reólogos no somos “zubirianos” o, como suelo decir oralmente, “zubiritos”, esto es, gente que ha delegado en Zubiri la responsabilidad de pensar, reduciéndose a sí misma a un ejemplar pequeñito del autor (como los husseerlitos, heideggeritos, tomasitos y tantos otros). Es menester dejarlo claro y decirlo explícitamente: no somos zubiritos. Ocurre que los lectores profesionales de filosofía, acostumbrados como están a las escuelas, al leer en nuestros textos múltiples referencias al filósofo español infieren inválidamente, pero por costumbre, que entonces somos “zubirianos”. Es verdad que zubiritos hay, pero por otro lado que no es el nuestro. Un reólogo no es alguien que estudia a Zubiri, es alguien que investiga la realidad; resulta que, si para eso ha tenido que echar mano de herramientas legadas por Zubiri, o por Juan de los Palotes, lo hará sin perder un gramo de autonomía. El reólogo sabe que los autores en filosofía son medios, no fines.

Los reólogos, pues, no somos una escuela, porque la reología no es una dotrina sino una herramienta; una herramienta, además, que como el martillo o cualquier otra en beneficio de la humanidad, carece como he dicho de “propiedad” (quizás algo de esto tendrían que aprender las farmacéuticas). Cuando se usa a la reología no se me parafrasea a mí o a nadie de los mencionados, se usa lo que yo y los mencionados estamos objetivando en filosofía, es decir, lo que estamos dejando disponible para que cualquiera en filosofía lo utilice, lo que estamos poniendo ahí en la filosofía para uso público. Naturalmente, como toda investigación honesta, cuando se use la reología se citarán {125} nuestros trabajos, es normal, toda vez que es en ellos donde aparece y se elabora, pero son las ideas, los conceptos, las nociones, los trabajos los que han de ser traídos a cuento, no “los autores”. Nuestros textos, pues, están para ser usados, no para ser comentados –alejados de esa nociva tendencia de que en filosofía sólo se hacen “comentarios de textos”–. La reología es una herramienta sin patente; es pública, todos pueden usarla y les exhortamos a que lo hagan.

Esta herramienta autónoma tiene al menos cuatro características que la van tipificando, a diferencia de otras herramientas que o no las comparten o no las comparten todas a una. A saber: es explicativa, factual, probativa y tradicional.

5. Explicativa

La reología es una herramienta que sirve para filosofar explicativamente. Esto quiere decir que no se trata sólo de una herramienta que sirva para describir. Ante estas cuatro características, diremos siempre su contradistinto a fin de que por contraste pueda enfocarse mejor lo que queremos decir con cada una de ellas. En este caso, el concepto con que contrastar la explicación es la descripción. No es que la filosofía no sea descriptiva, toda explicación parte de una (buena) descripción, pero es que no es sólo descriptiva ni quiere serlo. No se trata sólo de describir hechos (o cosas, diríamos nosotros), porque, con lo relevante que sea la descripción, sin embargo, carece de calado metafísico y es, por tanto, filosóficamente pobre. Herramienta {126} meramente descriptiva ha querido ser la fenomenología, “poniendo entre paréntesis” las explicaciones y, a su modo, también lo ha querido ser el análisis lógico del lenguaje (la “filosofía analítica”), que no quiere explicar sino sólo analizar y, sobre todo, analizar proposiciones de otros saberes pues, según creen, la filosofía es un saber de segundo orden (si es que se le da el grado de “saber”, algunos dirían solamente que sirve para clarificar proposiciones de otros que sí son saberes –menuda irreverencia–). Es menester en filosofía también explicar, por lo menos intentarlo, por penoso y arduo, falible y corregible (por supuesto), que sea. De otro modo, la filosofía no sería un conocimiento sino, a lo sumo, una disciplina de “segundo orden”, un comentario. Irreverencia, digo, porque basta con saber un poco de historia de la filosofía (“basta”, cosa difícil hoy, que no se le estudia) para notar que todos los grandes filósofos se opondrían a tal servil condición (los propios medievales –Escoto el que más– liberaron a la filosofía de su condición ancilar respecto de la teología), habiendo hecho que sus obras, con esfuerzo y penurias, nos dijeran algo primero o primordial, fundamental, en algo más que un análisis descriptivo que bien y mejor pudieran hacer otras disciplinas, como la taxonomía o la lingüística. La filosofía, pues, conoce, y para ello es menester explicar o, si se quiere, fundamentar.

La reología es, digo, una herramienta no sólo descriptiva sino también explicativa. En la física de bachillerato, por ejemplo, descriptivo sería decir que un proyectil se mueve a cierta velocidad; explicativo sería decir que lo hace porque le ha sido aplicada una cierta fuerza (y que, por tanto, su primer estado de aparente reposo ha sido acelerado, etc.). Descriptiva era la termodinámica hasta antes del gran Boltzmann, que precisaba el comportamiento “fenomenológico”, decían los físicos, de los gases, la temperatura, el calor, la entropía, entre otros, pero no conocía las razones de ese comportamiento. Teníamos que postular la existencia, y luego hallarla, y luego entender su realidad, de los átomos para, ahora sí, explicar lo describible. Nació la mecánica estadística. Teníamos entonces que la temperatura se explicaba por el movimiento (energía) de los átomos, el calor se explicaba por la transferencia de energía (entre sistemas de átomos), la entropía se explicaba por la distribución más probable de los átomos, etc. Es decir, cuando se explica, esto es, cuando se fundamenta (y esto poco tiene que ver con que una explicación tenga que ser “causal” –como creen las hordas de “filósofos” de la “ciencia”–) se entra en algo más que lo meramente “visto” para dar razón de ello, concluyendo (siempre en gerundio y parcialmente) con mayor riqueza que al inicio (fuerza, aceleración, o sea derivada de la velocidad, átomos, estados de distribución, espacios fase, etc.).

En filosofía puede hacerse un ejercicio similar, por ejemplo, no sólo describir que las cosas no parecen ser substancias, como creyó la metafísica clásica habida cuenta, justamente, de una física mecánica relativamente simple, porque no parece que cada cosa esté montada en una “piedra angular” que la haga ser tal, sino que agregaríamos explicativamente que si no lo parece es porque {128} no son substancias sino que son sistemas estructurales, y que por tanto el que posean estructura es la razón formal de su articulación sistemática, de su “no-substancialidad”. Las cosas no son substanciales sino estructurales. La estructura, en este caso, tiene un poder explicativo que no tendríamos si nos limitásemos a describir que las cosas no parecen ser lo que los clásicos dijeron.

Asimismo, otro ejemplo, en reología no basta con decir “descriptivamente” que la inteligencia es sentiente (como la mera noología cree que lo hace), es decir, que los actos de la intelección son al mismo tiempo actos de la sensibilidad; sino que es preciso además hallar el fundamento de una tal unidad intelectivo-sentiente o, mejor, intelectivo-senso-motora. De hecho, corregir reológicamente la plana a la noología diciendo que la inteligencia sentiente es sentiente por ser motora es una corrección que se hace desde los fundamentos, no por mero “análisis descriptivo de hechos”. Lo que es más: cuando en su libro de noología Zubiri hace alusión a lo motor del proceso sentiente (Cap. II, §3 y apéndice.), nadie dudaría de que lo ahí dicho no está dicho desde la mera descripción[1]. No basta con decir, entonces, que si la {129} inteligencia y la sensibilidad no son facultades separadas, como creyeron algunos en la tradición filosófica (no todos), sobre todo Descartes, no será meramente porque descriptivamente pase que en “el acto” de inteligir congéneremente se siente, sino que es menester afirmar explicativamente que, si así pasa, es porque, en efecto, la persona entera funciona y opera psicoorgánicamente, echando mano, como es necesario para una fundamentación tal, de la neurociencia adecuada que reconoce grados senso-motores desde la mera irritabilidad electroquímica hasta los procesos cognitivos más complejos como los actos heteroconscientes. Incluso, si se me apura, también ha de echar mano de la robótica, que mejor y más pronto que muchos filósofos lo ha entendido, como la de Rodney Brooks, que basó la inteligencia de sus aparatos no en un algoritmo que tuviera todo programado a priori (como las categorías trascendentales de Kant), sino más bien que fuera aprendiendo según sensores y su propio desplazamiento espacio-temporal (local y memorial). Se concluye filosóficamente (siempre en gerundio), se “destila” filosofía de esto, afirmando que si la inteligencia no es pura (o razón pura) es no sólo por ser sentiente, sino además porque a lo sentiente le es imprescindible lo motor, su movilidad y habitabilidad en un medio “impuro”. Vale decir: que no hay ni razón pura ni realidad pura. {130}

Pues bien, así, con esta fuerza explicativa, pueden corregirse posiciones filosóficas respecto de ciertos problemas relativos al “cuerpo que siente” y la “mente que intelige”. Por ejemplo, reológicamente no hablaríamos jamás de una “mente encarnada” (como se dice mucho hoy por ahí) por elevada que esta posición esté respecto de otras “filosofías de la mente”, y no lo haríamos no porque neguemos el cuerpo, sino justamente porque lo consideramos en su justa y magna realidad, a saber, porque decirlo así como se dice supone ya el estado previo (siquiera lógico) de una “mente” que luego se “encarna” en un cuerpo. Corregiríamos, como digo, afirmando mejor no una “mente encarnada” sino una “carne mentalizada” (no embodied mind sino un minded body), por usar aún sus términos, o mejor: un cuerpo que, por los dinamismos de complejización que se quieran, ha devenido él un cuerpo (además de senso-motor, y por ser senso-motor) un cuerpo intelector.

Explicar y no sólo describir, calar hondo, pues, es tarea fundamental de la filosofía reológica. 

6. Factual

Junto con ser una herramienta explicativa y no sólo descriptiva, es una herramienta factual y no especulativa o ficticia. Hay que detenerse en esto habida cuenta del estado del arte en la filosofía académica regular.

Ficticio viene del latín fingo, que es fingir. La reología no finge la realidad, porque, en cuanto tal, no necesita ser {131} fingida, tan sólo atendida, escuchada, por arduo que sea. Y aunque en su momento la filosofía tuviera motivos para especular, por ejemplo en el Idealismo alemán, y por mucho que el “silogismo especulativo” tenga un significado técnico no trivial, hoy la filosofía no puede especular en ninguna de sus versiones. Ya hemos dicho al inicio por qué, es lo que nos mueve hoy, pero digamos una cosa más al respecto.

Si bien se reconoce el valor histórico que en su momento tuvo la especulación, por ejemplo, cuando eran viables filosofías como las del Idealismo alemán, hoy en día sin embargo resulta inoperante, habida cuenta de varios factores históricos que aquí no es posible desentrañar, pero que es menester resumir así: nuestro horizonte contemporáneo es de la factualidad, se obliga a ser “fiel a la tierra”, “naturalista”, “materialista” si se me apura. O por decirlo imprecisamente pero para darme entender: no cree en nada “extra-mundano” sino sólo en lo “intra-mundano”, porque, en rigor ahora sí, no hay más que este mundo, signifique esto lo que sea. No es una cuestión de gustos o preferencias, es que la gente de a pie, incluso los académicos (por lo menos cuando son gente de a pie) viven “al día”, en este mundo, en “esta realidad”, por lo que las metodologías que otrora sirvieron en su preciso horizonte histórico hoy quedan holgadas o vetustas o caducas y, por eso, estériles para hoy. Se podía especular cuando se creía evidente el poder de una razón que era considerada una razón pura; se podía “pensar como Dios” (o por lo menos se creía que se podía, era verosímil), al modo de Leibniz o, máxime, Hegel. Pero las condiciones {132} históricas acotan los caminos a la verdad y, por tanto, son como cotos de verosimilitud. Hoy, con una razón “rota”, digamos impura, aunque no menos racional o razonable, más que im-posible filosofar desde la pureza de la lógica o la dialéctica, no resulta factible. Quienes así lo hacen aún hoy, por ejemplo los lógicos “modales” y compañía, que ahora se llaman a sí mismos “metafísicos”, piensan más bien desde un horizonte anacrónico; lo que explica que, a pesar de contar con las más grandes subvenciones, sus gimnasias mentales no salgan del reducido séquito de colegas académicos sin que calen hondo, siquiera, en sus propias vidas fácticas. Nadie que piense en “mundos posibles” deja de estar en este “mundo real” al que le son perfectamente indiferentes todas esas quiméricas especulaciones.

En este sentido, el contradistinto de “factual” sería “especulativo”, para darnos a entender. Esto es algo muy característico de la reología que, vale decir, no supone que “la realidad está ahí”, “independiente de la mente”, suposición básica de la mayoría de los así llamados realismos y en virtud de la cual incluso algunos se llaman, temerariamente, “realismos especulativos”. Ya hemos dicho esto en textos técnicos, pero es suficiente con traer aquí que el reólogo no asume la realidad, no la supone (como los especulativos) ni la pone (como los idealistas), sino que se le impone (por eso la reología es un cierto tipo de realismo), cuya imposición implica, lejos de “estar ahí y nada más”, un instar, un incitar al propio investigador a investigar, incluso a “co-crear” con ella, lo real. Así es, en este realismo, el hombre está en la realidad porque es real. Y, así, el hombre “co-crea” con lo real lo real, pues es algo {133} también real metido de lleno en la realidad que ocupa. No es, como se han inventado algunos, un “sujeto trascendental” que o bien es inocuo en “la realidad” o bien la trastoca tanto que no tiene más acceso que a sí mismo.

El tema de la realidad y lo real (y su dinamismo e incluso su intelección) quedará brevemente expuesto hacia el final de este tratado, pero en rigor sería más bien una investigación reológica propiamente tal (por cierto que ya iniciada y publicada), por lo que bástenos con insistir sólo un poco en esto para volver a la exposición de la reología como herramienta. En efecto, la reología es factual y no tiene necesidad de fingir “mundos alternativos”, suficiente tenemos con tratar de entender este como para inventarnos otros. No especula, por ejemplo, inventando “qué pasaría si no hubiera seres humanos”, contrafactual pueril pero típico de casi todos los realismos al uso. Es realidad, dicen, aquello que permanece si no hubiera humanos (en su versión anglo y aparentemente técnica: es real lo “mind-independent”). Pero empezar así es ya un error metodológico, ¿por qué comenzar desde escenarios fingidos? También podríamos empezar por la llegada de Godzilla, o de los aliens, o de los zombis (…espera, ya hay “filosofías” que parten de aquí). ¿Se nos diría algo de la realidad partiendo desde lo fingido? Lo cierto es que casi nunca, y cuando han acertado en algo ha sido por casualidad, como el reloj descompuesto que acierta la hora dos veces al día, es decir, no por obra del escaso rigor de su método, de sus vías. Acaso es mejor tener un realismo de partida bastante más nuestro, por ejemplo, comenzar desde cómo se dan las diversas cosas a esta otra cosa que soy yo, {134} con este preciso sistema nervioso periférico y central que me las perfila de determinada manera y que, en virtud de presentármelas no más que perfiladas, termino siendo instado, por ellas mismas y por mi propia constitución encefálica, a querer saber más que lo ya perfilado.

En efecto, podríamos partir del convivio que tengo con lo real para averiguar la realidad profunda. Es la importancia de un buen “realismo de partida” para un buen “realismo de llegada”. Partiendo de estos límites (condiciones iniciales y, ¿por qué no?, también de frontera), quiero entonces averiguar cómo son las cosas aun a pesar de cómo aparecen a este parco manojo de nervios que soy. Es menester partir, pues, de “lo que hay”, de “lo que tenemos”, no en un sentido técnico este “lo que hay”, no una “Habencia” metafísica al estilo de Agustín Basave; sino simplemente de lo que tenemos como cuando tu madre en la cena te decía “es lo que hay”, y no había más remedio que comerla. Hay que partir de ahí, no hay más remedio, pues puestos a fingir el punto de partida, también podría comenzarse diciendo: ¿qué pasaría si [inserte aquí cualquier chorrada de la mala ciencia ficción]?

Igualmente, ¿por qué quitar al hombre del mundo? Los “realismos” siempre han querido partir de ahí, ¡menuda idea menos realista! También podríamos quitar a las abejas y ver a qué mundo despolinizado nos lleva nuestra imaginación. Ante el jueguecillo pseudofilosófico que todos conocemos, el de “¿qué pasaría si cae un árbol en un bosque y no hay nadie alrededor para oírlo? ¿Genera ruido o no?”, el reólogo responde inmediatamente que sí, ¡claro que sí! Pues ¿por qué suponer que todo está en {135} orden en ese mundo imaginario, como el que haya un bosque, con su vegetación, por tanto sus metabolismos, sus simbiosis, su ecología operando, que además hay un árbol que cae, es decir que hay gravedad con normalidad, que la Tierra sigue atrayendo a los cuerpos a su centro en virtud de su masa, etc., y sin embargo dejar de suponer arbitraria y caprichosamente que, al caer, ese árbol no generará unas ondas mecánicas que siempre hemos llamado “ruido”(o “sonido”, técnicamente)? ¿Por qué se supone sólo lo que nos conviene? No es más que un jueguecillo, es cierto, pero ilustra cómo a veces se es dado a tender a imaginar escenarios caprichosos donde sólo conservamos lo que conviene a nuestros fines: engañar al incauto, hacerle pasar por filosófico algo que no lo es (así los zombis “filosóficos”, los cerebros en cubetas, etc.). Mas si la pregunta del juego fuera más que por el ruido por el sonido que algún ser humano es capaz de oír, la respuesta, más trivial aún, sería “no”, no hay sonido; ya que desde la pregunta se ha dicho que no hay nadie cerca para oírlo. El punto con este ejemplo, aparentemente irrelevante, es dejar claro que, si hablamos del mundo, hemos de hablar desde él tal y como hasta ahora sabemos que es (los árboles caen porque hay gravedad –y porque ha pasado un viento que lo tira, porque es viejo, está seco, etc.–, hay árboles porque hay ecosistemas, etc.), y no sólo hablemos arbitrariamente de ciertas cosas de interés ocultando otras que contravienen a nuestros fines “filosóficos”.

Así pues, un reólogo tiene por principio filosofar sobre lo reo de las res, sobre lo que éstas apresan, apresándose él mismo incluso, o su discurso, a las cosas. {136} De ahí su nombre, reo-logía, de reus y λóγος (lógos). La reología es el estudio e investigación de lo apresado por las res, de lo reo de ellas. Y nada más reo de la res que su realitas. Para estudiar la realidad es menester atenerse a las cosas de que es realidad; no hay “pura realidad”, sin cosas reales, y por eso el reólogo trabaja en equipo, dejando atrás esa hoy inoperante figura del “filósofo solitario”, meditabundo e introvertido, para que otros expertos, por ejemplo muchos científicos, le bien informen qué se está diciendo de las cosas en cada caso, averiguando entre todos la realidad profunda de ellas. En ese sentido, las ciencias son momento estructural de la reología, no son algo que haya que apartar sino integrar, porque no es que obnubilen la visión (una supuesta visión “originaria”), sino que la afinan –volveremos sobre esto en un próximo excurso–. Para investigar la realidad hay que hacerlo en y desde lo real, in medias res, no desde mundos de juguete. Es el esfuerzo, pues, de ser factual, diríamos, una voluntad de honestidad. Entonces, no especula.

Es menester, pues, filosofar factualmente, para dar cuenta de este mundo que nos exige, también a los filósofos, dar respuestas a sus acuciantes problemas, evitando, así, “los sueños de la razón (pura)”. Hay que hacer filosofía apegada a los hechos o, mejor, a las cosas. A las filosofías que no filosofan así hoy (no acusaremos a las de otros tiempos, porque en esos entonces tendrían su sentido histórico y filosófico), llamamos por eso phi-fi. Extra-científicamente existe algo llamado sci-fi, una forma de literatura (o de cine o de arte en general) que, cuando es buena, logra resultados excelsos en el ámbito del arte, y {137} es buena por ser lo más apegada a la ciencia en activo, a la “ciencia real”, considerando datos y herramientas que hagan verosímil el relato. Así, Kip Thorne bien informa a Christopher Nolan, en virtud de lo cual Interstellar es una obra maestra; y en virtud de las razones contrarias es que Godzilla –por decir algo– nunca ha sido ni será buena ciencia ficción. La mala ciencia ficción es justamente la que se centra más en lo de “ficción” que en lo de “ciencia”, llegando a mundos de juguete que no revelan nada. Lo que distingue a la buena de la mala ciencia ficción no es lo que tiene de literatura, al final ambas los son, sino que está en si se concentran más en lo de “ciencia” o en lo de “ficción”; la ciencia ficción es ficción de ciencia, no ciencia fingida, no pretende ser ciencia. Pues bien, por decirlo prontamente, la phi-fi es el Godzilla de la filosofía, es fingir que se filosofa, es pretender ser filosofía… pero no. Me explico: así como existe la ciencia ficción o sci-fi como rama literaria por usar ciertos elementos de las ciencias, no todos, los que más le convienen para su relato, así existen en el mundo académico “filosofías” ficción que, más cercanas a la literatura que a las ciencias (muy a su pesar), cogen del pensamiento racional lo que mejor les conviene, de la realidad lo que les acomoda, y hacen con ello revoltijos argumentativos para llegar a donde les plazca. Filosofías de juguete, no les importan las premisas, su verdad, la realidad de la que parten, sino sólo la “consistencia interna” del argumento; del relato, habría que decir mejor.

Hoy hay personajes famosos que parten, por ejemplo, del “demonio de Laplace”, y nos piden por principio aceptarles ese demonio para continuar su relato; {138} si se les critica ese punto de partida, dirán que no es una crítica al “interior del argumento”, pues sólo están dispuestos a aceptar un fallo en la lógica de la argumentación, pero no en las premisas que consideran, por principio, “primitivas”. Mas es justamente eso lo que no estamos obligados a aceptar; para empezar, porque no es evidente ni está probado e incluso es hasta falso. Olvida hoy quien parte del “demonio de Laplace”, del implacable mecanicismo determinista, que para creer en él es preciso tener una ciencia como la de Laplace, una mecánica determinista y no más que ella. Ciencia que, evidentemente, no es la que tenemos en activo. Para tener un “demonio de Laplace” se necesita la “ciencia de Laplace” y esa ciencia, omnisciencia, no existe más. Ese mecanicismo ha fracasado como idea de mundo por lo menos desde el resumen del electromagnetismo que nos estregó Maxwell. Aquella gente ha pasado de noche siglos de historia del pensamiento.

Hacer phi-fi nos parece, pues, un ingente error metodológico, porque, puestos a filosofar desde el “como si”, ¿qué limitaría entonces a nuestras ideaciones? El cielo es el límite. Pero lo que funciona para hacer auténticas obras maestras de la literatura, no funciona para las empresas cognoscitivas, que como tales han de reconocerse humildes ante al arrastre real de aquello que, en principio, dicen querer conocer. De otro modo surgen auténticas aberraciones filosóficas: “como si hubieran zombies filosóficos…”, “como si no hubieran humanos que perciban la realidad…”, etc., se juega al contra-fáctico porque lo fáctico exige un estudio y una seriedad {139} responsables que los ideistas no están dispuestos a trabajarse, prestos como son a imaginar desde el sillón. Por eso hay quien llama a ese tipo de “filosofía” armchair philosophy. Expresiones las anteriores aberraciones que no se diferencian en su forma, ni en sus fines, de otras evidentemente quiméricas del tipo “como si Godzilla viene a la ciudad…” o “como si las abejas no transportaran polen…”. ¿Por qué estas segundas están fuera del discurso académico pero las primeras se repiten con algarabía (y se financian)? Creemos que por una auténtica irresponsabilidad.

Viene a cuento aquí decir que, por eso, el reólogo tiene siempre presente el Principio metafísico de responsabilidad física, que básicamente viene a decir que si se hará meta-física de x, es decir si se va a filosofar sobre la variable x, lo prudente y responsable (como mínimo) es estar muy bien enterado de aquello físico, de aquella x, respecto de la cual se hablará “metá-”. La metafísica no “sobrevuela” lo físico, sino que lo atraviesa (bien entendido qué quiere decir “físico”, como lo hemos expuesto en trabajos técnicos; algo diremos en el último excurso). Hacer metafísica es hacer física, pero desde otra perspectiva (la perspectiva del “metá-”, la perspectiva trascendental; no viene a cuento entrar ahora en los detalles). El filósofo, el reólogo en este caso, filosofa sobre las mismas cosas de las que trata el físico, o el químico, o el poeta o el artista; sobre estas cosas, y no sobre mundos imaginados, como el mal literato que finge en vez de enriquecer lo real. Mencionábamos ya al inicio cómo el mundo de la literatura y el cine está hoy lleno de “distopismos”; en actitud {140} inteligente estas obras no eluden la realidad actual, sino que la enriquecen, ¿cómo? Criticándola.

Con jovial entusiasmo creía contravenir a esto un joven –y tozudo– estudiante de filosofía: “la ciencia trabaja con experimentos mentales y no es por ello menos ciencia”, como si le valiera para defender el uso indiscriminado “de la imaginación”, de la ficción en última instancia en las empresas cognoscitivas. Recuerdo haberle respondido que los afamados Gedankenexperimente tienen el peligro de hacer que los jóvenes estudiantes de filosofía, no de común en los de ciencias, se concentren en lo de “mentales” y no así en lo de “experimentos”. Los experimentos pensados no son ciencia ficción, no son ciencia fingida, ficción de ciencia, sino que son ciencia en activo, dura. Cuando Einstein y Bohr hacían ciencia echando mano de esta clase de experimentos, estaban archi preocupadísimos por que éstos no salieran de los límites de “las leyes de la física”, que no contradijeran las ecuaciones hasta entonces conocidas, que no supusieran más entes que los necesarios, y que los experimentos, si eran mentales, lo serían sólo por cuestiones de orden técnico, es decir, porque a la fecha no podrían hacerse técnicamente los “relojes altamente precisos” o demás utensilios factibles. Las refutaciones de las desigualdades de Bell, que nacen justamente en las querellas empezadas por Einstein y Bohr, se habían probado teóricamente hacía tiempo, pero siempre quedaba un resquicio de esperanza para los “localistas” (variables ocultas), hasta que por fin los experimentos mentales relativos dejaron de ser mentales y en la década de 1980 Alain Aspect pudo {141} hacerlos factibles de forma concluyente, digamos, los realizó. He ahí el poder del experimento o, en general, del ensayo, lo que los reólogos llamamos técnicamente “probación física de realidad”, como ahora diremos.

También es cierto, por otro lado, que la misma ciencia echa mano de las “ficciones útiles”, por así decirles, que son sus modelos o “idealizaciones”, por ejemplo, cuando habla de sistemas ideales, ausencia de fricciones, colisiones elásticas, hilos sin masa, etc. Incluso las condiciones controladas de un laboratorio son ya, por así decirlo también, condiciones “poco reales”. A pesar de todo, nadie dudaría de lo beneficioso que es todo esto para que, a través de ello, conozcamos este mundo, este mundo real (incluso los empiristas lo aceptarían, bien entendido que realidad no es la pueril idea de “independiente de la mente” –hablaremos de esto más adelante). Sin embargo, estas “ficciones útiles” están siempre subordinadas a las exigencias de lo real y a lo hasta entonces conocido. Cuando se habla de colisiones elásticas, se aceptan por otro lado condiciones físicas que deben cumplirse a fin de que la hipótesis (por ejemplo, la del caos molecular) tenga sentido físico. O sea, estas “ficciones útiles” no son ficciones arbitrarias que se ideen al margen de todo sentido físico para crear mundos de juguete y “conocer” “realidades” alternativas; todo lo contrario, son ficciones que ayudan a simplificar nuestro mundo altamente complejo a fin de poder “arrancar unas esquirlas de su intrínseca inteligibilidad”, parafraseando a Zubiri. Se trata de un “principio de economía”, como decía Mach, a fin de facilitarnos, en la medida de lo posible, el arduo y penoso {142} trabajo de conocer este mundo; un principio de economía que, como tal, nos pone en la conciencia de saber que siempre que usamos este tipo de ayuda no es para sustantivar las ficciones creyendo que tienen una “lógica propia” que nos vale para sustituir el dinamismo del mundo, sino meramente para ayudarnos, o sea, su uso no es la muestra de una pedante razón pura que no necesita lo real para “desenvolverse”, sino que es el modesto reconocimiento de lo finita y limitada que es nuestra razón (sentiente). Se reconoce, con la ayuda de los fictos (esta clase de fictos y no los quiméricos) que la realidad es bastante más de lo que puede apañar una inteligencia humana como la nuestra.

Así pues, no hay que confundirnos con el uso de estas herramientas, o hipótesis o conjeturas, tan necesarias en toda investigación, y el abuso de fingir que somos capaces de imaginar más que lo que la realidad es capaz de proveer, por parafrasear a Pascal.

7. Probativa

El que la reología sea una herramienta explicativa y factual nos lleva a otra característica suya: es probativa. Si para dar a entender su cualidad de explicativa la contraponíamos con lo meramente descriptivo, y para su cualidad de factual con lo especulativo, ahora para clarificar su cualidad de probativa hemos de contraponerla con las “filosofías” a priori. La reología es un modo de filosofar que prueba lo que dice, por tanto, que no le basta una supuesta, y no más supuesta, evidencia a priori, ni siquiera con una mera {143} “argumentación” a priori como lo pretenden los logicistas, al modo de la matemática más clásica y básica que poco tiene que ver con los excelsos castillos a que los matemáticos en activo, no los profesionales de la filosofía que se creen lógicos, nos han llevado desde hace unos doscientos años, por lo menos, desde Galois.

Pero decir que no es a priori no significa decir que se filosofa a posteriori. ¿Por qué? Porque hoy esos conceptos son como lo cóncavo y lo convexo, no va uno sin el otro. Una distinción radical respecto del primero no puede hacerse usando lo segundo. Preferimos decir que este carácter probativo de la reología se expresa mejor en otra locución latina: filosofa ex post facto o, mejor, in rebus ipsis o, mejor aún, in medias res. Así pues, el sentido que en reología damos a “probar” no es el de la “demostración apodíctica”, aparentemente necesaria y evidente, demostración que, como digo, no es siquiera ya la usual ni en matemáticas, no sólo por los resultados de Gödel y compañía, sino además por la intensa querella que ha habido sobre el papel de la heurística, las demostraciones no-constructivas, etc., en el desarrollo de los argumentos matemáticos. Es más, si uno de los últimos intentos por tener toda la matemática en las manos fue la Teoría de conjuntos, que priorizaba el papel de la “pertenencia”, hoy la Teoría de categorías, más atenta a las “relaciones”, vuelve a dar una bofetada a la “sueños de la razón (pura)”, toda vez que su emergencia es producto del fracaso de la empresa anterior por intentar agotar el escenario matemático. Es más, el propio “estructuralismo” anquilosante de Bourbaki ha encontrado disidentes al {144} interior de sus propios firmantes, que han preferido renunciar a “ese infierno” que es la pretensión de reducción matemática.  La mismísima realidad matemática es mucho más dinámica y compleja que los corsés de la “apodicticidad” y la “aprioricidad”. Ni siquiera ahí en la matemática, quiero decir, lo “a priori” tiene el sentido magnánimo que pretenden algunos profesionales de la filosofía.

Pues bien, la reología no es a priori porque, en rigor, hoy ya nada lo es, por mucho que haya aún supuestos “metafísicos” que crean que la metafísica va la de la “aprioricidad” exenta de las contingencias del mundo. La reología es probativa. Hablamos de “probar” como cuando se prueba un helado, se le degusta, se le hace propio; como cuando un ojo clínico palpa, ausculta, a su objetivo ya desde el habitus exterior. Este sentido del probar está en lo que en griego se decía πειράω (peiráo), que quiere decir justamente ensayar, “poner a prueba” en el sentido más general y rico, incluso y si se me apura, querría decir “testear”. Así, hay, contra lo usual, una brecha distintiva entre la demostración y la prueba. Toda demostración es una prueba, pero no toda prueba es ni tiene por qué ser una demostración. La prueba no debe ser entendida como una “prueba” matemática en el sentido clásico de la demostración; sería más semejante a lo que el matemático, cuando desarrolla su ciencia, “siente” al demostrar, no a la formulación teórica de la demostración, sino al esfuerzo físico con que el matemático ha probado lo que dice que en el papel o en el ordenador es, en efecto, verdadero, verdaderamente real. {145}

Si nos ponemos tradicionales, diríamos que una demostración es un saber in actu signato, pero el probar es un saber in actu excercito, por eso, cuando se nos dice que el Último Teorema de Fermat ha sido demostrado, no tenemos más que saberlo “signatamente”, a diferencia de Andrew Wiles que no sólo ha demostrado el teorema sino que, además, ha probado de la demostración, la ha degustado “ejercidamente”. Menuda fruición a la que muchos estamos vedados. La demostración matemática (digamos, una demostración por consecuencia) es tal por un encuentro de el matemático con lo matemático, y en ese sentido es también una probación, una prueba. Y aunque el saber in actu signato y el saber in actu excercito no son saberes mutuamente excluyentes, tampoco son reducibles entre sí. No se excluyen porque, a diferencia de mí que sólo puedo saber del Teorema signatamente, Wiles da una demostración signata pero es también él quien ha ejercido la probación, y sin embargo ambos tipos de saberes son, efectivamente para Wiles, dos saberes. Uno puede enfermarse sin saber de patología y al revés, y en ambos casos se sabe lo que es la enfermedad de modos diferentes. Ahora bien, el que un saber sea actu excercito nos da una cualidad de toda probación: se da en gerundio, ejerciendo la probación, como cuando los jesuitas hablan de “tercera probación” en sus exercitia spiritualia, es decir, prescindiendo de todo matiz religioso (ajeno como tal a la filosofía seria) es una probación que debe ejercitarse, ejecutarse, por tanto que no es algo acabado y demostrado de lo que quepa concluir con un QED al modo antiguo. Las cosas no “quedan demostradas”, pero sí se van probando en el ejercicio constante de la revisión, la aprobación y el ensayo. Así entendida la prueba, el {146} matemático no sólo demuestra, sino que degusta. En este caso, degusta la realidad (si se quiere: la verdad) matemática. No se trata de una comprobación en sentido conceptivo, por eso los reólogos hablamos técnicamente de “probación física de realidad”, como anunciábamos antes. Se prueba como cuando se degusta algo en el paladar, en carne viva. La lengua inglesa, influenciada por el latín en este punto, encuentra esta unidad radical entre el probar y el degustar en sus palabras test y taste.

Volviendo a expresiones griegas, este probar en sentido degustativo puede decirse con al menos otras dos palabras que proyectan dos momentos de un único acto: δοκιμάζω (dokimázo) y πειράζω (peirázo), el primero podría traducirse por “aprobar” y el segundo por “probar” (incluso por “intentar” o “tratar”, como cuando en el vestidor decimos “me lo voy a probar a ver si me queda”). Así, podríamos verter ambas ideas a una, así con guiones, en “probar-en-y-por-uno-mismo”, esto es, tener trato directo con algo. En su Física (193a3) Aristóteles usaba formas de estos dos verbos cuando decía que “es ridículo intentar probar que hay realidad” (ὡς δ’ ἔστιν ἡ φύσις, πειρᾶσθαι δεικνύναι γελοῖον), y sería ridículo no por otra cosa sino justamente porque, el que la haya, es algo que ya está de sobra probado por todos y cada uno de nosotros. Lo demás es jugar al escepticismo creador de fantasías, fingidor de realidades. También aparecen juntos estos dos verbos en la Segunda Carta a los Corintios (13:5) cuando se dice “pruébense ustedes mismos si están en la fe, apruébense ustedes mismos” (Ἑαυτοὺς πειράζετε εἰἐστὲ ἐν τῇ πίστει, ἑαυτοὺς δοκιμάζετε), como diciendo que no otro (¿un {147} sacerdote?) sino uno es quien debe saber si es o no creyente, a la postre, es uno y no otro quien sabe si es o no cristiano (también se usan, entre otros, en 1Pedro 1:6, Gálatas 6:4, 2Corintios 13:3).

Y es que, en efecto, saber también tiene esta acepción degustativa, la de saborear, la de sabor. Todo lo que se diga en cualquier empresa realmente cognoscitiva, a diferencia de las meras gimnasias mentales, debe pasar por una probación de este tipo, ha de poder saborearse, hallar en la persona humana una suerte de experiencia que dé cuenta de que lo dicho es realidad y no mero concepto (o, como se diría técnicamente: que no sólo tiene un esse intentionale, digamos, que no se queda en “meras intenciones”, sino que se realiza). Eso es ex-perienciar, un probar desde uno mismo. La ausencia de esta experiencia vital, probativa, quizá sea la razón de que los creadores de “mundos posibles” no se sientan interpelados a título personal por sus propias ideaciones, dejando el personaje de “filósofo” al interior de sus despachos apagando su “filosofar” cuando marcan tarjeta al terminar la jornada.

Mas probaciones físicas de realidad las hay de varios tipos y, en rigor, no todas son privadas, más bien muchas son públicas y, por eso, no sólo individuales sino también sociales e históricas. En ciencia es obvio que la probación, la prueba, se llama “experimento”, por arduo que sea, una experiencia en última instancia humana pero con variables y condiciones muy controlables y controladas. Se trata de hacer “observable”, entiéndase aquí medible o cuantificable mejor, los fundamentos de lo percibido, por ejemplo, la disposición molecular respecto de una fase de {148} la materia con medios cristalográficos u otros. Y el experimento barre una gama de complejidad que va desde el laboratorio de bachillerato (donde probábamos de jóvenes que los objetos más pesados no caen más rápido por ser más pesados; donde probábamos los errores de la física aristotélica), hasta un acelerador como el CERN o un telescopio como el recientemente activo James Webb. Con ellos, se espera traer a la experiencia lo que se ha exigido teóricamente como fundamento físico de otros observables. Pero no es la única forma de probar, puede darse también la consecuencia, como cuando se prueba por consecuencia en matemáticas (por vía de la inducción matemática o la reducción al absurdo, entre otras), que en este sentido no deja de ser una probación física de realidad, como hemos dicho, de la realidad de lo postulado en el ámbito de lo matemático; entran aquí demostraciones de varios tipos, las han llamado a unas constructivas (que no sólo hablan del “objeto” matemático sino además de cómo “llegar a él”), pero también otras como las no-constructivas (que sólo afirman que hay el “objeto” matemático sin necesidad de decirnos cómo obtenerlo). Justo es decir que, una vez demostradas ciertas realidades matemáticas, entonces se llaman “teoremas”, y que mientras carecen de esa última probación física de realidad, podrían ser llamadas solamente “conjeturas”, como la de Goldbach, que no dejan de tener su efectividad en el campo de lo matemático, pero que echan en falta aún el momento de la probación. En historiografía, por otra parte, la probación es de otro tipo; es menester que lo que se afirma como “hecho” histórico tenga un fundamento en marcas que el hecho ha dejado al pasar, sobre todo en {149} documentos que lo testifiquen; la probación histórica es “testimonio”, y nunca es definitiva, como hemos dicho; he ahí los trabajos de los revisionistas o la llamada “memoria histórica”. Por su propia parte, también puedo probarme a mí mismo, encontrarme conmigo en un “examen de conciencia” o en una experiencia personal, saber si realmente soy quien digo ser, así pruebo mi propia realidad, pongo a prueba mi personalidad o, como sugerimos antes, incluso es uno mismo quien prueba si tiene o no fe, ¿quién si no uno mismo sabrá si uno tiene fe? No hay forma extrínseca, desde la tercera persona, de probarlo, etc. O probar a un amigo, que no se le prueba poniéndole electrodos en la cabeza para saber si es o no mi amigo, sino por un encuentro personal, es entonces cuando digo que yo conozco a Pablo y que sería incapaz de hacer tal o cual cosa, etc. Todo esto tiene un valor cognoscitivo, no son meras formas metafóricas o análogas de hablar. Tanto valor cognoscitivo tienen que pueden convertirse en auténticas empresas científicas; no es superchería, en ello ha consistido precisamente la ardua y penosa historia de la psicología como ciencia (en particular el actual Análisis funcional de la conducta, pero no sólo), a saber, en hallar cuál sería su correcta forma de probación, cómo probar, ensayar, degustar la “psique” humana, aparentemente tan privada en cada uno de nosotros, dígase, por caso, cómo hacerla pública. Y como la reología es una herramienta y no una doctrina, no contempla un número determinado de formas específicas de probar, sólo sabe que lo que se dice hay que probarlo in actu excercito, lo que significa que debe quedar disponible o ser susceptible {150} de probación “ejercida” por cualquiera; en modo alguno basta con decir cosas “ajenas a la experiencia”.

Por retomar el tema de que la reología es una herramienta y no una doctrina, justo es decir que la probación que hacemos de lo que decimos se hace con y en las cosas, no contrastando con algún autor o con alguna escuela. Lo que se dice no queda probado porque sea consistente con Gustavo Bueno o con quien se quiera, queda probado porque las cosas así lo respaldan (siempre en gerundio, nunca definitivamente, lo hemos dicho y ahora volveremos). Naturalmente que algunas pruebas son pruebas desde ciertos marcos teóricos, pero son los marcos los que dependen de las cosas probadas, no las cosas probadas de los marcos –esta es la idea básica de las revoluciones paradigmáticas de Kuhn–. Son ellas, las cosas, las que dan fundamentación a las teorías, no al revés. Los libros de astrofísica no tendrían sentido sin esas lucecillas que destellan por la noche. Y, como digo, sólo algunas pruebas se instalan en marcos teóricos, muchas no. Cuando cruzo una calle, por ejemplo, pruebo la realidad de los coches que pasan, sin que esa realidad esté enmarcada en un sistema de conceptos teóricos filosóficos, porque lo que les hace reales es un carácter suyo, no el que coincidan con lo que desde la teoría conceptista he afirmado a priori que debe ser realidad.

Ahora bien, como hemos dicho, esta probación no deja las cosas probadas de una vez y por la eternidad, es siempre algo gerundivo, es un “ir-probando” (individual, social e histórico), porque nunca nada, en virtud de su realidad, queda agotado en los actos de probación, ni {151} siquiera en ciencias ni en matemáticas. Ya sugeríamos antes cómo en la propia matemática lo que se creía apodíctico es ahora, por lo menos, visto con sospecha. En virtud de la “evidencia” del quinto postulado de Euclides se desarrolló una determinada geometría, pero en virtud de esa misma “evidencia” es que el campo de la geometría quedó anquilosado durante siglos; siglos pasaron sin otro modelo geométrico más que ese, por lo que, con lo evidente que parecía, y a pesar de la apodicticidad de lo que a partir de ahí podía demostrarse, resultaba que bastaba con no aceptarlo para generar teorías alternativas, y muy fecundas, del espacio. Lo que es más, en la propia geometría clásica hoy han surgido nuevas realidades no contempladas por Euclides, así la geometría computacional. La “evidencia”, la “apodicticidad” y demás sueños de la razón (pura) han solido traer zonas de confort que anquilosan la marcha de la razón de sus auténticas probaciones físicas de realidad. El Último Teorema de Fermat, a saber del propio Fermat, tenía una demostración “trivial”, pero baste con estar enterado del arduo esfuerzo que le llevó demostrarlo a Andrew Wiles tan sólo trecientos años después para sospechar de lo que aún se suele enseñar en las academias que es una “demostración”.

Lo mismo ocurre en las ciencias físicas, que se han creído como necesarias ciertas entidades de las que luego ha podido y tenido que prescindir, así el éter mecánico como medio de difusión de la luz, el calórico, el flogisto, el espacio y el tiempo absolutos e incluso la diferencia entre la masa inercial y la gravitacional. Esto, lejos de lo que ciertos filósofos de la ciencia creen, no lleva a un {152} pesimismo antirrealista en la ciencia, por el contrario, lleva a lo que en reología llamamos técnicamente una Meta-inducción optimista. Es justamente en virtud de que la ciencia va probando realidad, en este sentido del probar como ensayar, y no en el vetusto de la apodicticidad en el que se juega a “todo o nada”, que la ciencia avanza y, por tanteo (por ensayo), como auscultando el vasto complejo de lo real, va ensayando sus posibilidades teóricas. Sólo así se explican sus aciertos y sus errores, sus avances y hasta retrocesos. Negarle este “acceso a lo real” a la ciencia es hacerlo desde un fenomenismo empirista que describe pero no explica, que argumenta pero no prueba. La ciencia no tiene que “acceder” a lo real, pues el científico está ya en lo real desde siempre; lo que hace la ciencia es, más bien, profundizar. La idea de prueba es, como se ve, mucho más rica, lo que obliga también a modificar la idea conceptista que en las academias se tiene de “realidad”, tema para una investigación reológica ya comenzada y publicada, pero que no es de nuestra incumbencia ahora mismo. Como se ve, si en las propias ciencias, físicas, matemáticas, historiográficas, psicológicas, etc., las ideas de “demostración apodíctica” o “a priori” son inoperantes y sólo quedan en el escaparate de sus archivos históricos, si lo que en ellas lo que prima es más bien la degustación física (no ficticia) de realidad (no de meros conceptos), a fortiori en filosofía. Debemos en ella proceder así, probativamente.

Por tanto, nada de nociones o argumentos a priori, en reología hay que “bajar las cosas a la tierra”, que es donde se prueban y se ensayan. Por eso, en reología es {153} siempre recomendable el uso del “silogismo oriental” como complemento del “occidental”. Por decirlo en breve, mientras que la forma típica de Occidente al razonar ha sido la consistencia (o consecuencia, en general) lógica; en Oriente se añade el que todo razonamiento debe ir acompañado de al menos un ejemplo. Para esta mentalidad (¡menuda enseñanza!), ya puede uno tener todo el rigor formalista que se quiera en cualquier argumento, pero si no hay ejemplo que lo pruebe, el argumento es inválido. Esto en reología es de alto valor, porque limita los “vuelos de la razón”, tan regulares en ciertos modos de filosofar teologizantes, aun cuando los desarrollen los “lógicos” seculares o pseudomatemáticos naturalistas.

He ahí al carácter factual. Así pues, el mundo es el que es y el que va siendo, y para filosofar acorde con él hay que prestarle mucha atención, nuevamente, por arduo y penoso que sea, en vez de a nuestros “sueños dogmáticos”. En esta parte de la reología es que hablamos por eso de “la vía física” del conocimiento de la realidad, como contradistinta de una “vía lógica”, emparentada con el modo phi-fi de pensar. Los detalles están ya publicados en el artículo Estructura trascendental de lo real, pero baste decir aquí que, si tuviésemos que filosofar sobre un limón (permítaseme la trivialidad, en el artículo están las referencias a la propia historia de la filosofía), tanto la vía física como la vía lógica hablarían de él, por lo que en hablar no radica su diferencia. Ambas vías hablan, ambas conciben conceptos del limón. Es menester concebir. La diferencia entre ambas está, más bien, en lo que hacen al hablar. La vía lógica habla del limón sin {154} probarlo o, a lo sumo, habiéndolo probado una sola vez en su vida y pretendiendo que con eso es suficiente para que, a través de la lógica de los conceptos (juicios o razonamientos), de su dialéctica, se pueda hablar del limón sin el limón (he ahí lo a priori de esta vía). La vía física, por otra parte, está probando siempre el limón, de modo que cuando habla del limón, lo habla mientras aún lo está probando y no deja de hacerlo. “Habla con la boca llena”, por usar una expresión familiar. Prueba el limón cuando parte para hablar y sigue probándolo cuando llega a decir lo que sea del limón. Por tanto, la vía física confiere prioridad al limón y no a sus conceptos, al contrario de la vía lógica; la vía lógica no se equivoca por concebir, sino por ser meramente conceptista. A esta prioridad, por lo menos metafísica, aunque no sea cronológica, los reólogos llamamos técnicamente “citerioridad”, contraria a la “ulterioridad”. Es por eso que, a diferencia de buscar un “conocimiento necesario y a priori”, la vía física siempre está dispuesta a replantear sus propuestas y a mejorar sus resultados, porque la realidad siempre es citerior a nuestros conceptos (nota para doctos: la “congenereidad” entre inteligencia y realidad es otra cosa). Estar dispuesta a replantear sus propuestas y a mejorar sus resultados es característico de la reología, porque es una herramienta, no una doctrina.

Excursus: reología y ciencia

Puesto que es explicativa, factual y probativa, la reología hace mancuerna con las ciencias. En este sentido, la {155} reología no es una “a priori philosophy”, también llamada “armchair philosophy”. Por sus características, no le basta con dejar al vuelo de la razón (pura) lo que tenga que decirse, y confiar en lo posible más que en lo factible. Mientras que lo posible está guiado por la consistencia lógica (posibilidad, y da igual si aquí mezclamos lo sintáctico con lo semántico), lo factible lo está más bien por la probabilidad física de los eventos, sus configuraciones viables, y no podemos aventurar más que lo que las cosas nos permitan (este “no poder” es atenerse a su probatividad). Por tanto, es imprescindible para la reología un uso concienzudo, serio y respetuoso de las ciencias, sobre todo lo que en ellas se esté haciendo de más contemporáneo.

Como dije más arriba, las ciencias son momento estructural de la reología o, como se ha dicho en algún texto técnico, las ciencias son parte del “objeto formal” de la reología, o sea, son momento de su método; un “paso” de ella como método del filosofar. Quien use la reología no puede no usar las ciencias, y es por eso que, en los grupos de reólogos, hay siempre una alta participación de científicos en activo, tanto de las ciencias físicas como de las ciencias de la vida y otras. (Por eso y porque, hay que decirlo también, a los propios científicos les resulta naturalmente más útil y atractiva esta herramienta que otras ya mencionadas arriba). Justo es decir que este trabajo que en colaboración hace la reología con las ciencias, lo hace también con otras formas de saber, más o menos científicas, pero no menos saberes, por ejemplo, la literatura comparada, el arte, o en general las mal llamadas ciencias “del espíritu” como la psicología o la sociología o {156} la historiografía. Porque de lo que se trata es de ver en ellas no unos “prejuicios” que nos impiden ver las “experiencias originarias”, como creen lo fenomenólogos, sino algo contrario, unas lentes que nos permiten ver más y mejor lo que creíamos ver con claridad. Son como las lentes que reajustan y calibran, afinan, lo que creemos percibir, pero sin anularlo. Anularlo sería el nefasto cientificismo del que la reología siempre ha rehuido y al que siempre ha criticado. Por eso, tampoco hacemos, como lo hacen ciertos filósofos analíticos, lo contrario a la fenomenología respecto de las ciencias, a saber, idolatrarlas, creerles por principio y ponernos “en defensa del cientificismo”. La filosofía es autónoma y no es de segundo orden, una cosa es trabajar con la ciencia y otra para la ciencia. Por ejemplo, no diríamos, como algún fenomenólogo, que “la Tierra no se mueve”, pero tampoco diríamos, como algún “realista científico”, que su quietud es “una ilusión”. Ambas posiciones son falsas por diversos motivos. Lo que diríamos es que realmente aparece como quieta y que es por realmente aparecer así que podemos dar cuenta luego, con la razón, de la realidad de su aparente quietud. Es decir, el realismo del que partimos, por no ser un ilusionismo, nos lleva a un realismo más profundo que explica y da cuenta, fundamenta, por qué en el primer momento parece una tal cosa; no la suprime, sino que la fundamenta. Al tema del realismo volveremos al final, me interesa solamente en este excurso dejar en claro que, por ser explicativa, factual y probativa, la reología prueba tanto el momento de partida (la Tierra quieta) como el de llegada (la Tierra se mueve), sin anular el primero ni apartar el segundo, sino fundamentando aquél {157} con éste, pues el segundo no dice a secas que se mueva. Una teoría completa debe decir cómo es que a pesar de que se mueva sin embargo parece quieta. Es la gran virtud teórica de los sistemas inerciales incluidos en la mecánica clásica.

Aquí interesa rescatar el que las ciencias, pues, ayudan a calibrar, sin aniquilar, todas las vivencias humanas, porque son las ciencias, y los saberes en general, junto con las vivencias más próximas, las que nos sirven de probación de realidad. Incluso calibran nuestras vivencias más íntimas, así lo hace, por ejemplo, la psicología y sus terapéuticas. Como ya dije, en otros sitios he hablado de “el objeto formal” o método de la reología. Habría que decir que el método de la reología es, mejor, el método que es la reología. Y consiste en profundizar físicamente en la realidad físicamente presente. Es la “vía física” de la que ya hemos hablado y su aspecto probativo. No es que la reología sea un “saber de segundo grado”, no trabaja la reología para la ciencia o luego de ella, trabaja con ella, porque no existe, a mi entender, la ciencia a su bola y la filosofía a la suya; lo único que hay es investigación simpliciter, y la investigación se hace de muchos modos y todos esos modos han de estar al servicio de la investigación de realidad sin más, y no al servicio unas de otras, como si tuvieran más o menos jurisdicción de la que tienen. La reología, pues, utiliza metódicamente a las ciencias como el “filtro” que prepara a las cosas para ser consideradas más rica y profundamente en su dimensión trascendental.

Así, no es que las ciencias supongan una tergiversación de alguna quimérica experiencia originaria, sino que más bien son como las lentes que nos ayudan a {158} ver más y mejor ahí donde no veríamos ni más ni mejor sin ellas. Las ciencias exigen a la filosofía alcanzar determinaciones concretas, sirviéndole para evitar veleidades ingenuas de la razón pura. Nótese si no: si no hubiéramos comprendido que las cosas como tales son dinámicas (la evolución se conoce desde a penas siglo y medio, la expansión del universo desde apenas casi un siglo, la embriología propiamente tal apenas lleva dos siglos o menos, la genética lo mismo y el descubrimiento del ADN apenas setenta y tantos años), jamás en filosofía habríamos atinado a pensar que su dimensión trascendental también lo es; no puede no serlo. Y es que siempre se había creído que los trascendentales eran eternos, que la esencia era quiescente, que la especie (specie) era un ente ideal (el “Origen de las especies” supuso un problema ya desde el título), etc., sólo hasta ahora, y gracias a que lo que sabemos por las ciencias nos fuerza a replantearnos la filosofía so riesgo de continuar en metafísicas ingenuas, sabemos que la realidad es constitutivamente dinámica; que realidad y dinamicidad son lo mismo (son “convertibles”).

Hablo de las ciencias, pero lo mismo vale para la poesía, las artes plásticas, etc. Esto no es sino consecuencia del Principio metafísico de responsabilidad física del que ya hablamos. Recuerdo la anécdota en la que, dando yo un curso a un grupo de psiquiatras, se me interpelaba que mis ejemplos eran siempre de ciencia, relegando aparentemente a las “humanidades”. Ya hacer esta distinción es haberse creído el cuento de las Wissenschaften o de las “dos culturas”; yo, sin embargo, no. Por fortuna, {159} en la elegante habitación había un cuadro de un perro pintado por Picasso, el de su mascota Lump. Dije: desde el punto de vista reológico, hoy el perro es más perro, más rico, más enriquecido, no sólo por cuanto la veterinaria o la etología nos dicen, sino porque lo ha pintado Picasso. En efecto, gracias al ojo del artista, podemos ver más perro, podemos ver también mejor al perro. Vemos al perro desde otra perspectiva, más profunda, conocemos una faceta del perro que los otros saberes no nos habían dado, máxime cuando un artista ensaya en bocetos, investiga las caras artísticas de la realidad canina, hasta lo que será su “Perro” final.

8. Tradicional

Hemos dicho que la reología es una herramienta autónoma, por tanto, no es una doctrina; además, que tiene de característico ser explicativa y no sólo descriptiva, probativa y no especulativa, factual y no a priori. Ahora, es menester añadir que es tradicional, pero sin ser tradicionalista.

Digo que es una filosofía tradicional no en el sentido de que sea una filosofía como la tradicional (con sus mismos presupuestos, problemas y errores), sino en el sentido de ser heredera de, respetuosa y agradecida con, la tradición. Entiéndase, pues, “tradicional” en ese sentido, no en el sentido de “conservadora”. Ahora bien, por su parte, una filosofía es tradicionalista cuando descontextualiza un pensamiento de la tradición. Lo coge, o a su autor, y lo trae al presente bien como si nada hubiera pasado entremedias, {160} o bien contorsionando el presente para que cuadre con el autor del pasado, o bien contorsionando al autor del pasado para que diga algo que no dijo. Sacar a un autor del pasado para pensar el presente, como si valiera pensar al presente con nociones y experiencias de antaño, es descontextualizar. Por principio, ese autor no tuvo experiencia, la probación física de la que hemos hablado, de lo que no acontecía aún; sería ridículo pensar lo contrario. El Último Teorema de Fermat no lo demostró Fermat, y Wiles no es un “neo-fermatiano” por eso –no tiene ningún sentido en matemática, no lo tiene tampoco en filosofía–. Pensemos, por ejemplo, en el aristotélico-tomismo del siglo XX, probablemente la escuela que mayor daño ha hecho a los autores que dice representar. ¿Quién no huele un tufillo de conservadurismo, por decir lo menos, cuando hoy se habla de “tomismo”? Muy a pesar del pobre Tomás de Aquino, tan fresco que resultó en su tiempo, tan novedoso y libre, utilizando todo lo que entonces se consideraba herético o pagano, vetado a penas morir… Pues bien, en esa escuela, se saca a Aristóteles de su siglo IV antes de Cristo, se le filtra (léase, tergiversa) por el cristianismo del siglo XIII (no otro de los muchos que han habido), y luego, con el producto de la mezcolanza, siete siglos después se quieren explicar los hallazgos más actuales de determinadas ciencias, ¡o fundamentar el derecho o hacer política! ¡Qué digo del siglo XX! Hoy, en el siglo XXI, se sigue haciendo por montones en la academia regular –aunque es verdad que sólo en cierto tipo de universidades–. Así, se oye hablar, para seguir con el {161} ejemplo, de “Science-Engaged Thomism”, menudo collage con el que se quiere atenazar a un autor hasta asfixiarlo, estirar hasta romper un pensamiento que no ha generado categorías para la ciencia con la que se lo quiere, irresponsablemente, comprometer, desposar. Curiosa situación –vale contar otra anécdota– la de aquel libro que quería “vengar a Aristóteles” como fundamento de las ciencias utilizando su filosofía para hablar de los temas más actuales, como la física cuántica o la informática, sin remitir –y sólo de pasada– más que a un único libro –y no el más filosófico– del estagirita al que se suponía quería vengar. Un único libro para vengar a alguien frente a una centena de libros de otros es la muestra de un uso doctrinario de un autor tan rico y complejo. O como aquel otro prestigioso investigador –en su gremio– que le respondía a un alumno de Oparin y expresidente de la Sociedad Internacional para el Estudio del Origen de la Vida sobre el estado vital de un embrión, utilizando para ello la lógica del “acto y la potencia”.

Me parece que nada de esto le hace justicia a ningún autor ni a su pensamiento; al contrario, es una gran forma de desvirtuarlo, pretendiendo hacerlo encajar más por mi simpatía con él que por lo que de verdad nos haya él revelado en su arduo esfuerzo por entender la realidad con sus medios. Esta actitud tradicionalista suele tenerse cuando no se sabe historia de la filosofía, es decir, cuando se cree que la historia de la filosofía no es histórica, sino que cada autor es algo así como un gadget o device que uno puede coger del escaparate de gustos, tomándolo a ultranza para los fines que a mí, y no al autor que digo {162} querer respetar, me interesan. Terrible situación actual la de la academia, que ya no enseña historia de la filosofía y, cuando a medias lo hace, lo hace sin ningún orden y haciendo hablar a los autores de temas que hoy están de moda, pero no de los temas de que realmente hablaron. Como aquel profesor del monográfico de Descartes –cuando aún había monográficos en las licenciaturas; cuando aún había licenciaturas– que nos preguntaba en el examen qué le diría PETA al francés por decir que los animales son autómatas… Medio enseñar la historia de la filosofía sin ningún orden, como digo, es como si en la carrera de física pudiera uno matricularse en Cálculo 2 sin haber aprobado Cálculo 1; o como si en ella se pudiera hablar de espinores o twistores sin saber qué son los tensores o vectores. Si ahí no se puede por el rigor intrínseco de la materia, tanto más en la filosofía (¡que también es rigurosa!), en la que no se puede entender al vanguardista Foucault (Cálculo 4) sin conocer a aquellos a quienes critica, los racionalistas (Cálculo 3), los medievales (Cálculo 2), etc.

Por tanto, el no ser tradicionalista no significa que no tengamos que leer a los autores de la tradición, todo lo contrario, significa que hay que saberlos leer. El tradicionalista, decía Ortega alguna vez, es aquel que no mira a la tradición como lo que es: tradición. Si se quiere ser tradicional (y en filosofía, como en todo saber, hay que serlo), hay que leer a los autores en su respectiva posición histórica y, por tanto, cumpliendo una determinada función histórica también. Y para ello es menester articularlos en una especie de estructura dinámica que es, {163} justamente, la historia de la filosofía completa, con todo su dinamismo, complejización, problemas cerrados y abiertos, etc., y verlos ahí en su circunstancia. Como hemos dicho alguna vez, la historia de la filosofía es formal y numéricamente la misma que la estructura dinámica de la metafísica; no hay metafísicas (en plural), la de Aristóteles por un lado, la de Agustín por otro, etc., no hay “sistemas” (en plural) filosóficos, cada uno diciendo lo que una mañana se le antojó decir al despertar; contradiciéndose todos entre sí. Lo que hay es una unidad, todo lo compleja que se quiera, pero unidad al fin, dinámica que los estructura a todos en eso que llamamos filosofía y no carpintería o bioquímica. Es el sistema dinámico de la unidad compleja de la filosofía. En determinar esa compleja y dinámica unidad se juega la labor (y subvención) de los filósofos de la historia de la filosofía. De hecho, bien leídos, se encuentra que las discrepancias entre pensadores no son contradicciones arbitrarias, sino la gigantomaquia efectiva en la que se mira el arduo esfuerzo por entender lo real, uno corrigiendo al anterior, depositando en la filosofía más ventajas teóricas o poderes explicativos que la teoría del maestro, conservando las ganancias pero barriendo más fenómenos que antes, en suma, enriqueciendo el panorama del saber; como en la física no se negó el flogisto porque la química de la combustión lo quiso de una día para otro, ni a su vez porque la dinámica de los electrones quisiera de pronto mandar al garete la descripción de la oxidación, etc. Las aparentes querellas son, vistas en perspectiva histórica, el esfuerzo con que se apoyan mutuamente los involucrados {164} para enriquecimiento de nuestra intelección de lo real. Eso es ser tradicional, en el mejor sentido de la palabra.

Así, y sólo así, es como hoy puede uno, por ejemplo, ser aristotélico, pues sólo se es aristotélico en la misma medida en que también se es agustiniano, tomista, cartesiano, kantiano, hegeliano, nietzscheano, etc., por decir algunos, hasta llegar a uno mismo como punta de lanza de toda esa tradición (hermosa tradición), como heredero de una potentísima forma de investigar el mundo que no es la aristotélica sola, ni la tomista sola, o la que sea, sino la filosofía como rama entera –no acabada, como ninguna– del saber. Ser filósofo, por cuanto que diacrónicamente han habido otros filósofos, es ser tradicional pero sin ser tradicionalista.

La reología, en este sentido, no es ningún nefasto “neo-”, por mucho que citemos a Aristóteles, no somos “neo-aristotélicos”, por mucho que tengamos remisiones a los escolásticos, no somos “neo-escoláticos”. Por mucho que aparezca Zubiri, muerto en 1983, no somos “neo-zubirianos” como no éramos ni zubirianos a secas, ni zubiritos. La nostalgia por el pasado de los “neos” anquilosa la marcha del filosofar, no la reaviva. No se reaviva a Tomás por “comprometerlo” con la ciencia, al contrario, se le mata por descontextualizarlo (obviando, por cierto, todo lo ocurrido entremedias), pues nos exige contorsionarlo para que con él pueda hablar yo de cuántica o informática haciéndonos incapaces de ver en él sus más nobles ventajas. Ya no vemos al autor y su contexto y las herramientas que ha legado, las luchas que ha luchado y vencido, vemos a un hombre de paja ahistórico que ha de {165} darnos todas las respuestas. Y, lo que es más, también menospreciamos a la vez a la cuántica y a la informática, como si estas no fueran lo suficientemente complejas, tanto que podemos hablar de ellas con las mismas categorías con las que se habló del estado natural de los cuatro elementos: acto y potencia, forma y materia, etc. Es menospreciar tanto al autor descontextualizado como a la realidad a la que se lo queremos aplicar.

Con todo, la reología es tradicional, en el preciso sentido que estamos aquí señalando. En el fondo, esta característica, como las otras de que hemos hablado, se deriva de que la reología sea una herramienta y no una doctrina, pues no hay “gigante” que nos resuma la ardua tarea de rehacer el camino del filosofar. Y es tradicional porque toda filosofía seria ha de serlo, pues tampoco es verdad la posición inversa al tradicionalismo, digamos, la que afanosa busca a ultranza novedad y originalidad respecto de todo. Nadie descubre hoy el Mediterráneo, como suele decirse; hay muchas cosas que están dichas, y por eso hay que montarse en una tradición. Básicamente: hay que leer mucho y siempre. Mas uno se monta en una tradición para, como se dice, ver sobre los hombros de los gigantes; pero ver sobre sus hombros no significa ver a través de sus ojos. En filosofía, si hemos de decir algo con novedad, será en virtud de apoyarnos en una tradición y, por tanto, de saber qué en efecto es “nuevo” respecto de ella. No nos pasará como aquellos que, creyendo que la filosofía nacía con Frege (o Mach), están ahora embotados en la Querella de los Universales sin saberlo y sin saber que ya hemos pasado por ella en el siglo XII y próximos. No {166} nos pasará lo que aquel que sabiendo de filosofía no más que lo que el maestro le contó de Aristóteles, hizo de la “intencionalidad” una noción casi patentada por él. O no nos pasará tampoco lo que aquel que, haciendo una “historia de la razón pura”, salta para atrás de los últimos de la Schulmetaphysik hasta los griegos, obviando un milenio de historia; razón que explica por qué quien lo “despertara” del dogmatismo fuera un filósofo tan menor como Hume y no toda la ola de pensadores de la via modernorum, en particular Nicolas d’Autrécourt, que ya estaban diciendo entre todos lo que se le atribuye al abogado; de haberlos conocido, es probable que ni siquiera durmiera ese sueño. No vayamos a creer, pues, que las criticas kantianas a la escolástica son a la escolástica que “todos tenemos en mente”, la de Tomás o Escoto, y no a la escolástica luterana que termina en Wolff y Baumgarten, nicho de tantos hoy desconocidos pero graves inflexiones del pensamiento como Rudolph Göckel o Jacob Lorhard. No vayamos a creer, en fin, como el típico estudiante recién ingresado a la carrera de filosofía, que uno puedo pensar de la nada y sin leer ni citar a nadie.

Hay que saber montarse a hombros de gigantes, cosa nada fácil, como ningún montar lo es. Claro que uno puede coger las herramientas legadas por otros, pero hay que investigar cuáles, no todas nos valen ya. Para ver lo que vemos con el James Webb no nos valen ya los telescopios galileano o newtoniano, aunque el James Webb coja de ellos lo que le ha servido para constituirse, por complejo que sea, como un telescopio y no como otra cosa. Conservar parte sin repetir todo es lo que significa, a la {167} postre, traditio, entrega. Y es que hay herramientas que simplemente no están hechas para trabajar con tal o cual realidad (para desatornillar nos lo veríamos difícil con un martillo), muchas veces por la sencilla razón de que la realidad que quiere trabajarse no estaba ahí en tiempos de la herramienta. Así, en filosofía, por arduo que sea, es menester ver qué herramientas son las que valen. En reología, por ejemplo, creemos (aunque la puerta a lo contrario está abierta) que nos vale la idea griega de φύσις (phýsis), más que nada como calificativo, como cuando se dice ή πέφυκε οδός (he péphyke odós), “la vía física”; o que nos vale la idea medieval de ratio formalis (razón formal) para no estar obligados a hablar de la “razón” de las cosas entendida como “causa” al modo moderno, entre otras. Herramientas todas que, como digo, son tradicionales, qué duda cabe, pero hay que cuidar que no acaben siendo tradicionalistas. Por el momento, no están siendo descontextualizadas, sino que acusan lo que en su día acusaron y que lo que entonces acusaban aún sigue ahí, algo que no pasa, por ejemplo, con el “acto y la potencia” para explicar el movimiento ni, cuanto menos, el dinamismo (en embriones o en la constitución de la materia a niveles subatómicos).

Es arduo ser tradicional, mucho más fácil es ser tradicionalista, pues basta con coger al autor con el que yo me he casado, para luego casarlo con lo que se me ponga enfrente. Si mañana no es la ciencia sino, digamos, la “ufología” la que ostente el estandarte del saber (o la moda), no se sorprenda el lector encontrar entonces un Ufology-Engaged Thomism. El ídolo vale para todo; siempre {168} hay que estar al último grito de la moda. Nótese que utilizo mucho esta palabra, arduo, porque, en efecto, filosofar es difícil, arduo y penoso, y no se hace “a la primera” o, vamos a decirlo, “por cualquiera”; es menester trabajarse el filosofar, es menester trabajar el perfil de filósofo y, cuando medio se tiene, es menester trabajarse el conservarlo, pues perderlo sí que es fácil. La reología, si se usa como herramienta y no como doctrina, con todas las cualidades descritas hasta ahora, espera garantizar que quien trabaje con ella se haga filósofo.

Hablando de la tradición, es hora de distinguir la reología respecto de una filosofía muy tradicional en otro sentido de la palabra, la ontología.

9. No ontológica

¿Por qué hay que decir lo que no es? Pues porque podría pensarse que, si la reología es una herramienta que trata con lo real, quedándose rea de ello, atendiendo lo reus de las res, a su realitas o, digamos, si la reología quiere tratar de las cosas, tratarlas a ellas, desde sí mismas, ¿no acaso teníamos ya para ello la “ontología”? Lo cierto es que no. La gente suele usar, en ámbitos académicos e incluso fuera de ellos, el calificativo “ontológico” para referirse a algo “de las cosas”, algo que no es “subjetivo”, “no puesto por el sujeto”, que no es “epistemológico”, y demás imprecisiones. Pero es que usar “ontológico” en ese sentido, que se puede usar así siempre que no busquemos rigor ninguno, nada tiene que ver con la idea con que nace y con que se desarrolla la ontología propiamente tal en la {169} filosofía, en su tradición y en su uso contemporáneo pero riguroso. Ontológico no ha significado, en rigor, nunca nada relativo a las cosas, sino, ya veremos, a su clasificación conceptual.

Detengámonos en una breve genealogía de la ontología porque, a diferencia de los otros apartados, muchos de lo que estoy por decir ahora no lo he desplegado aún en otros sitios, o sólo parcialmente; conviene por eso hacerlo aquí.

La palabra ontología y su concepto sólo surgen hasta inicios del siglo XVII, no antes, en 1606 con Jacob Lorhard, ahora narraremos su historia. Antes de él no hay ontología propiamente tal, bien entendido que el pensamiento medieval es, como he dicho en alguno de mis cursos, algo así como “el camino a la onto-lógica”, pero no es en rigor un pensamiento ontológico o, como diré en breve, onto-lógico. El concepto se va desarrollando, sin terminar de aparecer, en algunos autores de la alta edad media y sobre todo luego en la baja edad media, pero no resulta acabado sino hasta la primera generación de la Schulmetaphysik o escolástica luterana del siglo XVII y, concretamente, como digo, en Lorhard. Así, en rigor, la escolástica que todos tenemos en mente no hizo ontología; Tomás de Aquino, por ejemplo, no era un ontólogo. Sólo la Schulmetaphysik lo fue, y a partir de ahí otros pudieron serlo. Esta escolástica hereda cierto momento de la filosofía de Francisco Suárez, pero no todo ni el más fundamental, por lo que su filosofía es otra y nueva respecto de la del filósofo español, que tampoco era un ontólogo. {170}

Suárez dice expresamente, a penas al abrir sus Disputaciones metafísicas, que el objeto de la metafísica, aquello de que trata, es el ente real (ens reale) por lo que tiene de real, posición que atribuye, además y no sin acierto, al mismísimo Aristóteles. Por tanto, continúa Suárez, su objeto no es en lo absoluto el ente de razón (ens rationis), que en este caso sería su contradistinto, quia entitatem et realitatem non habent, porque los entes de razón no tienen entidad ni realidad, quid vero non habent nisi sola speciem entis, que verdaderamente no tienen esos entes sino sólo apariencia de ente, sin serlo en rigor. Un ente de razón sería, en última instancia, una quimera, y sin embargo el metafísico se ocupa de los entes reales, del ente que es firmum et ratum, id est non fictum, qua ratione dicitur quidditas realis, firme y “rato” (verificado), es decir no ficticio o “ficto” (o mejor: no fingido), cuya razón se dice de una “esencia real”. “Realis” es el calificativo de res, es algo “relativo a ella”. Ya con anterioridad, en su Comentario a las Sentencias de Pedro Lombardo, Tomás de Aquino hablaba de la res, por un lado, in anima como, por otro, extra animam. La res in anima tiene parentesco con el verbo reor, reris, dice, que significa “pensar”. En cierto modo, pensar es pensar cosas (lo que siempre, y no sólo Husserl, se ha llamado “intencionalidad”), y lo pensado tiene de algún modo cierta “entidad” (Tomás no diría “realidad” aún). La res extra animam, por su parte, es alquid ratum et firmum in natura. Tomás añade un tercer sentido para res, pero ahora en su texto De veritate, ahí básicamente equipara res con esencia, con quidditas; este sentido lo dejaremos de lado porque no viene a cuento ahora. Volvamos a los otros dos. El segundo sentido de res era más o menos claro desde larga {171} data atrás, pues ya se usaba el adjetivo “realis”, que adjetiva el sustantivo res y no realitas (que sólo aparece hasta Duns Escoto en el siglo XIII), desde tiempos de Mario Victorino en el siglo VI. El primer sentido, el de res como reor, reris, sin embargo, ha sido más problemático, y en ver qué tanta “entidad” podría tener la res pensada, o en qué cierto modo la tiene, se disputó largo y tendido sobre la “intencionalidad”, teniendo, por un lado, el realismo exagerado de Gil de Roma, como le nombrara Tomás de Sutton, y, por otro, el realismo moderado de Enrique de Gante. ¿Qué tanta realidad tienen los entes “intencionales”, es decir –digámoslo mal– los entes que están “en la mente”, in anima? Pregunta nada fácil que ha quebrado cabezas hasta por lo menos el siglo XX, como la de Popper o Bueno, que han tenido que generar un “tercer mundo” o “M3”, respectivamente, para distinguir ciertos entes “ideales” de otros que evidentemente sólo están “en nuestras mentes”. En fin, esa era también entonces la cuestión. Esta disputa, como es natural, llega hasta Suárez, quien, embebido de la querella y de los tópicos, afirma no sólo que el objeto de la metafísica es el ente real, sino que, y aquí comienza lo que es de nuestro interés, para hacerlo es preciso echar mano del “concepto objetivo” (conceptus objectivus). ¿Qué es esto?

A la hora de tratar el modo cómo concebimos (digamos, para entendernos: como “percibimos”), primer acto del intellectus llamado simplex aprehensio y que consiste en “concebir”, Suárez considera que dicho acto tiene dos momentos unidos: por una parte, está el conceptus formalis (concepto formal) que es el acto mismo por el cual el {172} intelecto concibe una res; por otra, está el conceptus objectivus, que es la cosa en tanto que es concebida o “representada” por y en el concepto formal. El concepto objetivo es, vamos a decirlo mal, algo así como la “representación” de la cosa en el acto de concebir o “representar” (concepto formal). Entrecomillo “representar” y “representación” porque en rigor no es tal, sobre todo cuando se ha escrito en los últimos años tanto (y tan mal) sobre el “representacionalismo” en “filosofía de la mente”; pero es para darme a entender con familiaridad. Entonces, uno es el acto de concebir, el otro es lo concebido (der Gedanke, lo pensado, “el pensamiento”, como mucho tiempo después, y sin tener ni idea de esta historia, lo llamó Frege).

Pues bien, cree Suárez que, si bien el objeto propio de la metafísica es el ente real, éste no puede sino concebirse “a través” del o “en” el concepto objetivo, pero no es el concepto objetivo lo que es objeto de la metafísica, sino el ente real por él “representado” o, podríamos decir con noción reológica, por él acusado. Así, para Suárez, el concepto objetivo que interesa es siempre y sólo el concepto objetivo del ente real (la preposición aquí es crucial). ¿Qué ocurre? ¿Toda esta historia para qué? Pues porque, si bien Suárez, como un colaborador más en la querella que se disputaba, afirma abiertamente que el objeto de la metafísica es el ente real, y que si bien para ello es menester tratar con su concepto objetivo aún a pesar de decir, abiertamente también, que el ente de razón no es objeto de la metafísica, resulta que de alguna manera el concepto objetivo es un tipo de ente de razón, ya que es un momento del concepto formal (que, digamos, es un {173} acto de la razón) más que un ente real propiamente tal, al que sólo “representa”. Por tanto, para aprehender de algún modo el ente real habría que pasar por un tipo de ente de razón, a saber, el concepto objeto. Grave inflexión que, si bien ya estaba presente desde la idea de “abstracción” aristotélico-tomista, o incluso en las propias “ideas” de Platón, en esta ocasión fue más grave aún por las puertas que a partir de entonces se abrieron. Téngase en cuenta que es esto lo que limita a Descartes a quedarse con el puro cogito, lugar de ambos conceptos, sin que pueda unir más que con ayuda divina el concepto objetivo con el ente real, esto es, mutatis mutandis, la res cogitans con la extensa.

Pero Suárez no niega que para aprehender de algún modo el ente real haya que pasar por un tipo de ente de razón, de hecho, dice expresamente que los entes de razón tienen sentido en metafísica siempre que nos ayuden a conocer mejor los entes reales. Sin embargo, esa no es la puerta que entonces se abre. Lo que se abre es la idea del ente de razón, que es el concepto objetivo entendido ahora como, digámoslo como algún neo-tomista (Millán-Puelles), un objeto puro. Se abre la posibilidad de la objetividad en cuanto pura y llana objetividad; antes sólo atisbada por algunos escolásticos o por algunos de la via modernorum. Y es que ahora resulta que, si de algún modo hay un concepto objetivo, entonces podría hacerse con él, en tanto que puro concepto objetivo, una lógica propia, prescindiendo de que sea “del ente real” o no. Una lógica del objeto puro. Decir “objeto puro” es decir un puro ente intencional, un intentum, cuya entidad radica en su ob-jetividad, es decir, en estar meramente delante y nada más, {174} “puesto ahí”, ob-puesto, sin que ello mengüe su entidad propia, con independencia del “ente real” que, ahora, puede o no “representar”. Es, por eso, un puro objeto intencional –no en balde Husserl, paladín de la “reducción trascendental” que es justamente “poner entre paréntesis” la realidad del objeto, se educaría en filosofía con un neo-escolástico como Brentano–. O como diría el mismo neo-escolástico Millán-Puelles, un “objeto puro” indiferente de su posible o no “transobjetualidad”. Y así, los entes “ideales”, como un teorema (pensado clásicamente), son objetos puros, como entendería toda la tradición posterior que mana desde aquí, desde Descartes y Leibniz hasta Frege y Husserl (todos matemáticos, no es trivial decirlo); “puros” por cuanto no tienen rastro de facticidad, de contingencia, de transobjetualidad, digamos con Suárez: de realidad. Este ligero matiz dejó abierta la tentación ya no tanto a indagar la “entidad” o “realidad” de los entes intencionales (como el concepto objetivo u otros entes de razón), sino ahora a indagar el propio ámbito de los entes de razón, de sus posibilidades y sus clasificaciones, digamos, su “espacio lógico” (no en balde el Discurso del método de Descartes prologaba tres libros de matemática, en él busca un espacio lógico firme para lo que ocurre en la res cogitans). Y la lógica propia que de aquí nacería se llamaría, por eso, ontología –que por haber nacido de la pureza de la razón y sus “entes” es para mí, como he dicho muchas veces, siempre onto-lógica–. Y a esta “lógica” no se llama “ontología” porque lo diga yo, sino porque así ha surgido ella; es lo que estamos narrando. {175}

Pues bien, dejar abierta esa puerta que Suárez no quiso abrir sino más bien cerrar, fue suficiente para que, al abrirla quien la abriera, surgiera la ontología, que se define justamente como el estudio de los entes de razón (como ahora veremos), de los entes meramente intencionales, meramente posibles, con indiferencia de su realidad, anteponiendo la mera posibilidad, esto es, su no-contradicción lógica. Y resulta que quienes se educaron con las Disputaciones de Suárez, donde ya aparece esta pequeña pero grave inflexión, muy a su pesar, fueron los de la escolástica luterana, la Schulmetaphysik que mencionamos, y estos sí que dedicarían todos sus esfuerzos intelectuales en “jugar” con las posibilidades de los entes de pura razón, de los entes de razón pura. (El lector de filosofía contemporánea hallará aquí similitudes con la actual “metafísica” de “mundos posibles” o “lógicas modales”, propias, como he dicho antes, de otros horizontes y no del nuestro, como se ve, ante todo porque entonces se tenía fe en una potentísima razón que hoy hemos visto que no tenemos). Es la Schulmetaphysik la madre de la ontología. Y lo es porque ahí nacía la idea de una razón pura que también podría ser de algún modo humana, pues, hasta entonces, la razón que los medievales usaban para cuestiones de tipo filosófico era algo que ellos mismos llamaban “razón natural”, por contradistinta de una “razón supernatural” (o “supranatural”) que sólo la tendría Dios o alguno en plena revelación. Salvo algunos intentos platónicos y neoplatónicos (y habría que revisar en cada caso cuál es el sentido, por ejemplo, de cuando Platón habla en el Fedro (247c5) de una μόνῳ νῷ (mónoi noi) o {176} “inteligencia sola”), la idea de razón pura sólo aparece plenamente tal hasta después de la Edad Media. Es en virtud de que la razón natural es una razón humana, no pura, que es común la fórmula en los textos de los medievales en que afirman emprender sus empeños intelectivos “a la luz natural de la razón”, sin revelaciones ni mayores pretensiones que las meramente humanas. Pero la cosa cambia luego de eso, cuando se ha abierto la puerta a algo como el “objeto puro”, la pura objetividad, el ente de razón por cuanto tiene de sola razón. Es el germen de la idea de razón pura que nace, justamente, con la ontología, lo que es notorio desde Jacob Lorhard o Rudolph Göckel, hasta los últimos de la Schulmetaphysik, estos sí ya más conocidos por cuanto se les llamó “racionalistas” (y ahora se entiende el porqué), como Leibniz y sus continuadores Wolff y Baumgarten. Ahora se ve por qué Kant hace un critica de esto, y por qué son los únicos citados, como antes dijimos, en su “historia de la razón pura”. Como antes hemos dicho, es menester saber historia de la filosofía, es menester ser tradicional sin ser tradicionalista.

Permítaseme decir que todo gran filósofo posterior al siglo XV ha conocido, y deberá conocer, la escolástica en una u otra medida (mientras más lo haga, mejor filósofo será); no es que tenga que ser neoescolástico (ningún gran filósofo ha salido de ningún “neo-”), pero es que grandes enseñanzas provienen de la riqueza y sutileza aún no agotadas de la alta productividad filosófica de los siglos XI al XIV, como una mina que aún no se ha terminado de explotar –muchas veces, por prejuicio–. {177}

Pues bien, en este ambiente que narramos, la primera vez que aparece explícitamente ya la palabra del concepto ontología es en el texto de 1606 de Jacob Lorhard llamado Ogdoas Scholasticae, los ochos libros de escolástica, de esa escolástica posterior a la escolástica que “todos tenemos en mente”. Y ahí nos equipara Lorhard la metafísica con la ontología (metaphysica seu ontologia) y la define en griego, a la ontología entonces, como: ἐπιστήμη τοῦ νοητού ἡ νοητού (epistéme tou noetoú he noetoú), es decir, la ciencia de lo inteligible en tanto que inteligible. Nada de “el ente en tanto que ente” ni demás reconstrucciones posteriores. Quien sí afirma “ontologia, philosophia de ente” es el contemporáneo de Lorhard, Rudolph Göckel, quien es casi seguro que conociera al primero en Marburgo y de quien tomara la palabra inventada por aquel. (Sí, todas las palabras son inventadas; me permito recordar aquí otra anécdota, la de aquel listillo zubirito que me dijera alguna vez: “pero ‘reología’ es una palara inventada”, “claro –respondí– como ‘ontología’ y todas las demás”). Göckel menciona la cita que he traído en no más que un margen de su Lexicon philosophicum, donde, curiosamente, a pesar de ser un lexicón, no hay entrada para “ontología” ni tampoco para “metafísica” o “filosofía primera”. Esta “philosophia de ente” no dice mucho por entonces, está sólo dicho de pasada y al margen, ¿qué ente es ese respecto del cual se filosofa? El ente de razón, insistimos, lo que se irá haciendo evidente con el paso de los años, sobre todo al llegar a Wolff, Baumgarten y Kant, como veremos abajo.

Del ente de razón, digo, y así lo entendió Lorhard y el resto de los escolásticos luteranos. He ahí la primera {178} definición formal y rigurosa de la ontología; una ciencia de lo inteligible conforme a lo que hemos dicho, de los entes de razón por cuanto tienen de “racionales”, por cuanto tienen de inteligibles. Curiosamente, Lorhard apela inmediatamente después de sus palabras en griego a la “luz natural de la razón” que ya mencionamos: quatenus ab homine naturali rationis lumine sine ullo materiae conceptu est intelligibile (en cuanto es inteligible por la luz natural de la razón humana sin ningún concepto de nada material), y digo “curiosamente” porque justo a partir de ahí será que esa razón natural comience a “purificarse”, precisamente por aquello de no tener “ningún concepto de nada material”. Bien entendido, claro, que no es que la razón pura sea la razón “sobrenatural” de la revelación, pero sí la razón sobrenatural de un intelecto potentísimo (al menos, en apariencia) que culminará, naturalmente, en su divinización, por ejemplo en el Idealismo absoluto –pensar como Dios antes de la creación, decía Hegel–.

Como se ve, en esta primera definición no hay ninguna remisión etimológica al ὄν (ón) griego del que se reconstruyó luego que vendría la palabra “ontología”. Y no la hay porque Lorhard no está pensando en el ὄν de los griegos, sino en la idea de objeto o “ente de razón” que aquí se está sustantivando y purificando; el primero poco o nada tendrá que ver con el segundo. Si “ontología” viene de ὄν, será sólo por “coincidencia” etimológica, pero no porque sea un estudio del ὄν entendido a la griega, o sea, vendría de la palabra, pero no de lo que entendía un griego con ella, como cuando se dice que “biología” viene de la palabra griega “βίος” (“bíos”), aunque no refiera en verdad {179} al concepto de βίος, más semejante al sentido que aparece en “biografía”, pues en realidad la “vida” de la que habla la biología sería más bien ζωή (zoé), que sin embargo aparece en un sentido más restringido: la zoología, otra palabra inventada que no habla de la ζωή griega, sino sólo de los animales. Y, naturalmente, ambas palabras para estas ciencias nada tienen que ver con los sentidos del griego koiné neotestamentario, que distinguiría a su manera estas dos nociones (la primera es la vida terrena, la segunda la espiritual). Quiero decir con esto que, aunque “ontología” pudiera estar relacionada con la palabra “ὄν” (y lo está, ahora veremos cómo), no es el estudio del ente a la griega, ni siquiera a la medieval, sino más bien a la moderna, o cuanto menos al modo como al inicio de la modernidad se están entendiendo los entes de razón.

¿Tiene relación con la palabra “ὄν”? He dicho que sí, pero en un preciso sentido. Nueve años antes de la aparición de los Ogdoas, en su Liber de adeptione veri necessarii, seu apodictici de 1597 (nótese la apelación a una verdad necesaria y apodíctica, ya criticada por nosotros arriba), Lorhard remite no a ὄν pero sí al plural ὄντα (ónta) para definir “metafísica” y, sin embargo, en ese texto no aparece (no ha creado aún) “ontología”. Dice: Metaphysica, quae res omnes communiter considerat, quatenus sunt ὄντα, quatenus summa genera et principia, nullis sensibilibus hypothesibus subnixa (Metafísica, la cual considera todas las cosas en general [literalmente “comúnmente”, que en sentido filosófico esta expresión quiere decir “trascendentalmente” por aquello de los “magis communia” o “trascendentales”]; Metafísica, la cual considera todas las cosas {180} trascendentalmente en cuanto que son ὄντα, en cuanto géneros y principios supremos [está hablando de los trascendentales], apoyada en ninguna hipótesis sensible). Es de suponer que nueve años más tarde, por haber identificado “metafísica” (a la que define recurriendo a ὄντα) con “ontología” (a la que define sin recurrir a ὄντα), llame a esta segunda como la llama: onto-logía. Ahora bien, nótese cómo en la última parte de la cita (nullis sensibilibus hypothesibus subnixa, apoyada en ninguna hipótesis sensible) resulta evidente lo que estamos diciendo a propósito de la “pureza” de estos ὄντα, que son por eso “entes de razón”, que son de pura razón por cuanto que lo sensible no injiere en ellos o, mejor, por cuanto que ellos no se apoyan en lo sensible.

Entiéndaseme bien, no es que este tipo de expresiones asépticas de sensibilidad no aparecieran antes (por ejemplo en Avicena u otros, ya mencionamos a Platón), pero es que cuando aparecían siempre había quien contraatacaba diciendo lo contrario (por ejemplo Averroes, y obviamente Aristóteles), era cuestión disputada; pero aquí ya en la ontología, sin embargo, no hay discusión, se ha aceptado la sepsis de lo sensible, cosa evidente, por ejemplo, en el posterior Descartes. Este “no apoyarse en lo sensible” será, precisamente, el sentido kantiano de “puro” y “a priori”, que dice: “Se llama puro todo conocimiento que no está mezclado con nada extraño. Pero en particular se llama puro por excelencia un conocimiento en el que no hay mezclada ninguna experiencia ni {181} sensación, el cual, por tanto, es posible enteramente a priori[2].

Así entonces, ontología no es una ciencia del ente real en tanto que real, como para Suárez lo era la metafísica, ni siquiera una ciencia del ente inteligible por cuanto tiene de ente, sino pura y llanamente por cuanto tiene de inteligible, de puramente inteligible: del inteligible en tanto que inteligible, obviando incluso la propia palabra “ente” en su definición original. Es una ciencia, digámoslo, de conceptos, o cuanto menos conceptista. Por eso, es una suerte de lógica, una onto-lógica. En virtud de esta lógica es que se emprende desde entonces todo un esfuerzo por clasificar conceptos, distinguir unos de otros, ciencias de ciencias, etc.; en eso consisten, de hecho, los “ocho libros de escolástica” de Lorhard, una magna taxonomía conceptista, con decenas de árboles conceptuales que quieren como “taxonomizar” en conceptos la totalidad de cuanto hay, no yendo a aquello que hay, sino instalándose en la separación, vamos a decirlo, a priori (o sea “sin ningún concepto de nada material”, sine ullo materiae conceptu), de los conceptos que clasifican. (Esto le recordará al lector, sin duda, a la Ciencia de la lógica de Hegel). Nacen entonces los mayores esfuerzos por clasificar lo real sin lo real, en unos escaparates teóricos en los que los conceptos puros encajan magistralmente. Así las clasificaciones de manual {182} de Wolff y sus contemporáneos (los primeros manuales de filosofía que, ciertamente, basan sus clasificaciones en ideas de Suárez, padre de la Modernidad).

Wolff, digo, a partir del cual ya es común distinguir la “metafísica general” u “ontología” de la “metafísica especial”, y quien ya identifica (utiliza la identidad latina “sive” y luego “seu”, esto último como lo hizo Lorhard) la philosophia prima con la ontologia en su libro homónimo Philosophia prima sive ontologia, definiéndola curiosamente con la acepción más conocida: est scientia entis in genere, seu quatenus ens est, ciencia del ente en general, o en cuanto que es ente. Parecería la típica definición, vamos a decirlo, “heideggeriana”, pero no es este el caso aún. Wolff está reconstruyendo vía conceptiva todo cuanto hay, sin necesidad de lo que hay, sino puramente en tanto que, por un lado, sea posible, es decir, no sea contradictorio y, por otro, tenga razón suficiente para ser. En efecto, Wolff es un leibniziano, y como tal indaga el mundo por vía conceptista, lógicamente, por vía de los predicados (infinitos), intentando “pensar como Dios”, esto es, a partir de una lógica pura, de una analítica de los conceptos. Recordemos que, según Leibniz, padre del cálculo infinitesimal, para un intelecto divino (¿razón purísima?) no hay distinción entre juicios analíticos y sintéticos (“de hecho” y “de derecho”), de modo que “Alejandro Magno es rey” sería para Dios un juicio analítico a pesar de ser, para nosotros, de hecho (¿nota el lector el antecedente al demonio de Laplace, padre del análisis de probabilidades?). Por eso es normal que dos años antes de Philosophia prima sive ontologia, en 1728 el mismo Wolff, en su Discursus praeliminaris de philosophia in {183} genere (discurso que acompaña su Philosophia rationalis sive logica, no es trivial decirlo), a pesar definir también la ontología como scientia entis in genere, seu quatenus ens est (§73), entienda sin más por “filosofía”, nótese bien, “la ciencia de los posibles en tanto que pueden ser” (philosophia est scientia possibilium, quatenus esse possunt (§29)).

En esta oleada de clasificar así lo que hay, por la vía lógica, y particularmente de la no contradicción en este caso, aparece enseguida también la clásica jerarquización de Baumgarten, que ya en su Metaphysica distingue entre ontologia, cosmologia, psicologia y theologia naturalis. Para él, también la “ontología” es philosohia prima o metaphysica universalis, pero la define como scientia praedicatorum entis generaliorum, ciencia de los predicados generales del ente. Nótese que aquí ya no se habla de “el ente en general”, sino expresamente de sus predicados. Vía lógica nuevamente, donde “predicados generales”, por cuanto tienen de “generales” pueden ser entendidos también como los “trascendentales” (magis communia) y no sólo como las “categorías” (tradicionalmente llamadas “predicamentos”, a diferencia de los “predicables”), pero con la grave salvedad de ser vistos sólo como predicados, o sea y nuevamente, en una perspectiva puramente lógica. No es de sorprender, entonces, que sumido en este ambiente el mismísimo Kant, que ha leído a Wolff y Baumgarten, defina en una de sus Conferencias de metafísica, la ontología así: {184}

La ontología es una doctrina pura de elementos de todo nuestro conocimiento a priori, o bien, contiene la suma de todos nuestros conceptos puros que podemos tener a priori de las cosas […] La ontología es la primera parte que pertenece realmente a la metafísica. La palabra misma viene del griego, y así significa la ciencia del ente/esencia [Wesen, que es “esencia” pero que en el contexto histórico puede referirse también al “ente” en sentido conceptual, porque la definición conceptual del ente es su esencia], o propiamente según el sentido de las palabras, la doctrina general del ente/esencia. La ontología es la doctrina de los elementos de todos mis conceptos que mi entendimiento puede tener únicamente a priori[3].

Nótese cómo ya en el pensamiento de Kant hay una mezcla indistinta entre la definición de Wolff (ciencia del ente en general) y la de Baumgarten (de los predicados del ente), en este caso entendiendo esa “ciencia del ente” como una que contiene todos nuestros conceptos puros que podemos tener a priori de las cosas, porque el ente es definido por una esencia, la “esencia metafísica” de la que habló la tradición y que es, a la postre, un concepto. Dicha mezcla de Wolff y Baumgarten es normal en Kant, toda vez que {185} está ya en el ambiente desde y por la Schulmetaphysik de la que es heredero directo. Como se ve, esto prueba cómo en ese ambiente es natural que, al hablar de “el ente en general”, se haga siempre y sólo en sentido conceptivo, y que por tanto se proyecte sobre el “ente en general” más bien lo que podemos predicar de él, es decir, el ente de razón. Como ya antes hemos dicho, cuando Kant debate contra la escolástica (su “sueño dogmático”) es contra esta escolástica luterana, no la otra que muy probablemente no conocía directamente, esta escolástica luterana que es la madre de la ontología, para la cual “el ente en general” no parece ser el ente en general, sino en particular el ente de razón, extendido –sí– a todo ente en general.

Así, los entes de la ontología están, tomando la expresión de Platón en la República (509d), en un τόπος νοητός (tópos noetós), en un lugar “ideal”, “conceptual”, “intelectual”, por eso más que ὄντα esos “entes” son νοητά (noetá), “inteligibles”, y por eso la ciencia al respecto, la ontología, es una ἐπιστήμη τοῦ νοητού ἡ νοητού, de lo inteligible en tanto que inteligible. Quizá la Teoría de las ideas de Platón, con toda su taxonomía y jerarquías, sí pueda decirse que es, mutatis mutandis, una ontología. Mas no estoy diciendo que la razón pura haya nacido con Platón, estoy diciendo que cuando nace en la Schulmetaphysik nace con, y quizá de, ideas como las platónicas. Y así, de haber buscado el concepto griego más cercano a lo que querían decir con esa ciencia, quizá no la habrían llamado “ontología” sino “noetología” (o, por último, “noematología”, ya que los objetos reducidos a su pureza son “noemas”), y entonces nos hubiéramos {186} ahorrado muchos malentendidos (y muchas filosofías), “diferencias ontológicas” y demás. Cierto es que en la propia Schulmetaphysik surge la palabra noologia, con Abraham Calov, que aquel que sepa algo de reología sabrá identificar como emparentada con ésta, pero ya veremos en su momento, si quiera de pasada, cómo esa “noología” no es esta “ontología” que mejor podía haberse llamado “noetología”. (Quizá este término, así entendido, sí que tenga que ver con el conceptivismo de Gustavo Bueno, que introdujo el neologismo para sus propios fines, conceptivismo por alguna razón llamado “Materialismo (¿?) filosófico” y que, vale decir, no deja de hablar de “ontología” expresamente). Los entes de la ontología, digo, están en un τόπος νοητός (sea esto lo que signifique, ya recordábamos las intensas querellas que iban desde Gil de Roma o Enrique de Gante hasta los “tres mundos” o “M3”). Y aun cuando ya había dicho el mismo Platón, en el pasaje del Fedro que citamos antes (247c5), que la realidad realmente real –οὐσία ὄντως οὖσα– es incolora, invisible, intangible –ἀχρώματός τε καὶ ἀσχημάτιστος καὶ ἀναφὴς–, nullis sensibilibus hypothesibus subnixa como decía Lorhard, en modo alguno es este el ámbito definitorio de la metafísica en tanto metafísica como tal.

La metafísica, aunque a veces lo haya sido, no es por definición algo ajeno a este mundo que lo sobrevuela desde el mundo de los inteligibles. Para probarlo, baste mencionar que ya decía Aristóteles, a penas al comenzar su libro al respecto, que estamos enamorados de los sentidos, τῶν αἰσθήσεων ἀγάπησις (ton aisthéseon agápesis, amor a los sentidos), inmediata toma de posición respecto {187} del maestro; o mencionar nuevamente a Averroes, quien afirmó la prioridad gnoseológica de la substancia sensible, desde la que hay que elevarse a sus principios; o por traer a alguien más cercano –cuatro siglos– en el tiempo a Lorhard, Duns Escoto, que expresamente afirmó que la metafísica debía partir siempre y sólo ex sensibilibus, desde lo sensible, con argumentaciones quia y no propter quid, o sea, “de los efectos a las causas” y no al revés, lo que luego se llamarían argumentos a priori”; o bien hay que recordar la vía resolutionis de Tomás (ir de los más conocido por lo sentidos a lo menos conocido), o su propio proceso abstractivo desde entes sensibles; no se diga Suárez, que tuvo que haber sido leído por alguien como Lorhard por las razones antedichas, que afirmó expresamente, insistimos, la unidad de la metafísica y el ente real, excluyendo al de razón. En efecto, la metafísica no es ontología, no son idénticas, a veces la metafísica ha sido ontológica, pero no siempre ni casi siempre. La segunda sólo ha sido un modo de hacer metafísica, no el único ni el más revelador. Hay otros, por ejemplo, más epistemológicos (Descartes), más estéticos (Nietzsche), más fenomenológicos (Sartre), más noológicos (Zubiri) y, más que nunca, más reológicos.

Hay que decir explícitamente, pues, que no estoy afirmando que no se pueda hacer ontología, que la haga quien la quiera o tenga que hacer; lo que estoy afirmando es 1) que para hacer metafísica no es necesario hacer ontología, o bien, algo más fuerte aún 2) que no se puede hacer ontología hoy si lo que se pretende hacer es filosofía primera, porque hoy la filosofía primera tiene que ser (por los {188} motivos antes expuestos) de cosas, no de conceptos. En breve: no tengo nada contra la ontología, sino contra la ontología que pretende hoy ser filosofía fundamental.

Ahora bien, esta ontología, conceptista por naturaleza, es lo que podríamos llamar la ontología original. Pero podemos identificar otras ontologías en apariencia diferentes. Es verdad, pero sólo en apariencia. Esas otras ontologías, por lo menos dichas en sentido riguroso, son dos. Llamémoslas la ontología continental, por ejemplo, la de Heidegger y similares, es decir, los neoescolásticos como Étienne Gilson (que, a diferencia de lo escolásticos sí que hicieron plenamente ontología); y la ontología analítica, la de Quine, Carnap y similares. Estos otros dos sentidos, distintos en apariencia entre sí, sin embargo, son muy semejantes a la ontología original; son ontologías en pleno rigor.

La ontología continental puede entenderse como el estudio del ente en tanto que ente, del ser en tanto que ser, que por su parte sigue bebiendo de la idea original por cuanto sus indagaciones continúan por la vía lógica. Tanto es así que el propio Heidegger, al darse cuenta de ello, renuncia al proyecto ontológico original que tenía y comienza a probar nuevas formas de pensar según sus fines, así la “analítica del Dasein” (todavía ontológica), la “hermenéutica de la facticidad” y, en última instancia, ya con la idea de Ereignis, el “pensar” o la “poesía”. Huyendo, como se ve, lo logre o no, de la vía lógica que es, por definición, la ontología. {189}

La ontología analítica, por su parte, es evidentemente cercanísima en su proceder y resultados a la ontología original, aun desconociendo su proveniencia histórica; definida la ontología analítica como aquella que trata de los objetos, sus propiedades y relaciones, todo esto, claro, en el sentido conceptista o, digamos, lógico, según el cual no importa la “entidad” o “realidad” de tales objetos sino más bien la posibilidad de agruparlos por propiedades y de hallar en ellos tales o cuales relaciones, casi todas supervenientes por cuanto que lo que define a los objetos no es la categoría de relación (como en la actual Teoría de categorías matemática), sino la de pertenencia o, mejor, “propiedad” (como en la anterior Teoría de conjuntos). Por eso, la pregunta de esta ontología trata On what there is (Quine), sobre qué es lo que hay (what is there?); lo que hay –para que tenga sentido– en un dominio, sea cual sea el dominio. Hay que decir, apropósito, que estas ontologías analíticas, por lo menos las primeras, decían no ser metafísicas, hacían el trabajo lógico de agrupar objetos, cuantificarlos, “aclararlos” y que, según ellos (y tienen razón), nada tenía que ver esta actividad con la metafísica (el positivismo lógico la rechazaba por principio); era algo más cercano a la “mereología”, por decir algo. Sin embargo, hoy los ontólogos contemporáneos que de ahí provienen se llaman ya también metafísicos. Los usuarios de esta ontología, a su vez, no quieren salir del logicismo, a diferencia de Heidegger que, a su manera (y yo creo que sin éxito), lo intentó; por ejemplo, hoy en día John Heil siempre que piensa From an ontological point of view lo hace desde un punto de vista lógico, onto-lógico, lo mismo otros como Kit Fine (“inventando” incluso un “operador {190} realidad”) y cien nombres más de profesores de universidades anglosajonas que, como dijo ya algún “metafísico naturalista” (James Ladyman) en una de esas universidades:

Los metafísicos [analíticos] suelen utilizar también la lógica y la teoría de conjuntos para formular sus teorías. [Sin embargo,] Desde nuestro punto de vista, esto no confiere ningún estatus epistémico adicional a su actividad, pero puede embaucar al forastero o al estudiante haciéndole creer que la actividad tiene mucho en común con las matemáticas y la ciencia[4].

El uso de la lógica en estos temas los hace creer contar con la misma razón potentísima, a la postre teológico-matemática, de la Schulmetaphysik.

Otra característica que emparenta las ontologías continental y analítica con la original, la diré muy brevemente, es que son todas substancialistas. Todas entienden su respectivo término de estudio como algo “independiente”, “discernible” en sentido fuerte, “sujeto de predicación” o “soporte de propiedades”, propiedades que son “intrínsecas”, y por eso con relaciones meramente “categoriales” o, como se dice hoy, “supervenientes”; en {191} fin, como substancias. La ontología, a la postre, pretende fundar la realidad en la idea de substancia, pretendiendo decir así que su fundamento es una suerte de “soporte de propiedades”, propiedades que son predicados (predicamentos y predicables). Naturalmente, el “soporte” sería lo real, por ideal que fuera, mientras que aquello que en él se soporta no sería más que un concomitante “meta-físico” ulterior. A este “soporte” pretendido como lo realmente real (recodar la frase de Platón) se ha llamado clásicamente “sujeto”, porque se asume que ese soporte es tanto un sujeto de propiedades (nivel ontológico) como un sujeto de predicados (nivel lógico), niveles clásicamente considerados, como estamos viendo en estas filosofías, como convertibles. No entraré aquí en discutir más lo que son las substancias y por qué éstas no están en la realidad, tampoco en discutir por qué las “ontologías de procesos” (tanto clásicas como las de Whitehead o Hartmann; como contemporáneas como las de Rescher o Dupré) no son en rigor ontologías (para bien de ellas), ya hay trabajos publicados al respecto. Pero baste decir que las ontologías, por cuanto han buscado esa “evidencia” que, dicen, tienen los entes de razón, entonces sus entes son substancias así de claras y evidentes (νοητά), o sea, independientes, discernibles, sujetos de propiedades y de predicación, y por ello sus relaciones son meramente adventicias, etc. Por eso hay una absorción del “logos” sobre lo “onto-”, por eso es siempre y sólo una onto-lógica, donde conociendo las estructuras del lenguaje puede conocerse ipso facto, creen, las estructuras de la realidad; así lo creía Leibniz, los manuales de tiempos de Wolff, así lo creyó la ontología del “tomismo trascendental” (o sea filtrado por el {192} neokantismo) y así lo cree todavía la ontología de la filosofía analítica.

Todas proyectan el lenguaje y sus formas (además, el indoeuropeo, como si no hubiera otros radicalmente diferentes –lenguas ergativas, no sustantivas, carentes del verbo “ser”, etc.–) sobre la realidad, socavándola en pos de una supuesta “aprioricidad”, “eidicidad” y demás quimeras, vamos a decirlo, típicamente occidentalizantes. Todas son substancialistas, digo, pues el estudio “del inteligible” termina por concluir que hay un objeto puro que reposa idealmente sobre sí mismo, al modo de las substancias platónicas que tanto transparecieron en la Schulmetaphysik; por otro lado, el estudio “del ente” termina por concluir que el ens es substancia primera y que su essentia es substancia segunda; por último, el estudio “de los objetos que hay” termina por concluir que éstos son tales en virtud de sus propiedades intrínsecas, su discernibilidad absoluta, etc., características típicamente emparentadas con la idea clásica de la substancia. En rigor, los diferentes avatares de la ontología son una iteración de la tradicional y original ontología substancialista, bien entendido que lo que tienen de “onto-”, que no es en rigor el ὄν griego como ya hemos dicho, las constriñe al ámbito de la independentia in essendo, sus entes son lo que son en y por sí mismos. Nada más falso y alejado de lo que sabemos hoy de la realidad, en virtud de lo cual las ontologías no trabajan con ella sino, insistimos, con conceptos, reino donde aparentemente sus “objetos” son “puros”. Nada de esto estaría mal si las cosas fueran eso, pero las cosas no son eso, no son ni substancias ni puras. Los conceptos podrían {193} serlo, y eso habrá que verlo, investigarlo y probarlo, tampoco está claro por principio que lo sean. Pero las cosas, las res, en definitiva no son eso; y por ello es menester crear la reología. ¿Qué son las res? Es la investigación de la reología que no puede responder ni a priori ni de una vez por todas, justamente porque si lo hiciera caería en los mismos errores de la ontología. Para ello es menester emprender investigaciones reológicas in actu exercito. Algo diremos de esto en el excurso final, terminemos con el asunto de la ontología.

He ahí, pues, el significado riguroso que en filosofía tiene el término “ontología”. Un saber de entes de razón substancializados. No otro sino ese es su sentido. Ahora bien, los usos no rigurosos, o vamos a llamarles “préstamos” si es que no han sido malintencionados, no son propiamente “ontología”; pues, si acaso, 1) lo son casi que por casualidad, o bien 2) serán lo que sea, quizá algo mejor, pero no ontología, como las “ontologías procesualistas” que mencionamos antes de pasada. Detengámonos en el primer punto, con el que acontecen hoy varios usos.

No sólo en el mundo analítico y continental, como he dicho, se utiliza aún hoy “ontología”, sino también en los aparentes puentes que se tienden entre “ambos mundos”, por ejemplo, por gente como Graham Harman y compañía que hablan de una “ontología orientada a objetos”, que es como decir “agua húmeda y mojada” por cuanto toda ontología está, por naturaleza, orientada a objetos. Lo dirá para insistir, supongo, en que, en efecto, según él los objetos reales (y sus “cualidades reales”), a {194} diferencia de las “cualidades sensuales”, son como mónadas en sí mismos cerrados que nada tienen que ver unos con otros entre sí ni con nosotros; menudo mundo ficticio, fingido, que ni es concluido a partir de lo que actualmente sabemos del mundo ni tampoco ayuda para entender lo que actualmente sabemos del mundo. Más ontología estéril pasa, por ejemplo, cuando se habla de la “materia ontológico general y especial” del “Materialismo filosófico”; presto a no decirnos nada de la materia, ni a decirnos por qué llama “materia” a todo con una definición extraída de la chistera (como si la crisis del materialismo no hubiera acontecido desde el electromagnetismo del siglo XIX, máxime con la informática del siglo XX y XXI), tanto menos le pediremos que use con propiedad el calificativo “ontológico” que, vamos a decirlo, es probable que sí lo haga en rigor si, en última instancia, “M” es un supuesto teórico requerido para dar coherencia a los diversos discursos de las “m” particulares, a los “pluralismos ontológicos”. Y, por último, usos que aún tienen que ver con el de los entes de razón se hallan, por ejemplo, en el “Realismo estructural óntico” de algunos profesionales de la filosofía (Ladyman y French); que se llama “óntico” por no ser “epistémico” (contradistinción usual pero pueril), o sea por creer que hay en la realidad estructuras y no objetos tras ellas, en vez de sólo creer –como el “Realismo estructural epistémico”– que las estructuras son a lo más que una ciencia puede llegar, sin acceder a los objetos supuestos tras ellas. Bien entendido que sus estructuras, por reales que las quieran hacer pasar, son ideales. Paradójica situación de estos señores que creen que en el {195} cambio de una teoría científica a otra lo que se conservan son las estructuras, no las ontologías (sic), porque en última instancia no hay objetos, y sin embargo a sus estructuras sin objetos les llaman “ónticas” (¡!).  Menuda falta de rigor en los conceptos filosóficos, como acontece al parecer en el modo contemporáneo del filosofar profesional (a menos, claro, que hagan una nítida distinción entre “ontológico” y “óntico”, apelando en lo segundo al ὄν griego, a diferencia del primero que no lo hace. Distinción que, sin embargo, no parece que hagan ni que les interese).

Pero hay préstamos interesantes, aunque no más que préstamos, más cercanos al uso riguroso. La informática o las ciencias de la computación en general, por ejemplo, hablan de ontología, y lo hacen justamente de manera muy cercana a la ontología analítica, pues trata de los objetos (o conceptos) de un determinado dominio informático, los objetos (o conceptos) de su programación, etc., y es con ella con que se definen esos objetos (o conceptos), sus propiedades y sus relaciones en el dominio, etc. En ese sentido, hay un préstamo operativo del término que, por lo demás, es más riguroso que algunos usos al interior del propio mundo profesional de los filósofos. Algo parecido pasa cuando, en biología, se habla de ontología génica, en este caso proveyendo de un vocabulario con el que describir e identificar los genes y sus productos génicos, en última instancia, para clasificarlos. Se nota en ambos casos un uso muy cercano la ontología filosófica, que como ya hemos dicho su fin siempre ha sido clasificar. Y algo ya un poco más alejado pero que vale la pena simplemente mencionar para ver el uso de prefijo {196} “onto-” es cuando se habla de “ontogenético”, que en rigor no es para nada lo mismo que “ontológico”, pero con ello se nos quiere hablar de un ser vivo y no de un grupo, clase o especie general (filogenia).

En fin, eso significa ontología, hemos revisado ya, nunca mejor dicho, su línea filogenética. Siempre podrá decírseme, sin embargo, que el uso de las palabras da su significado, y que éste varía según los usuarios, de modo que si uno quiere decir “ontología” para referirse a algo propio de las cosas (con tal de no usar “reología”), podrá hacerlo porque “así lo hacen todos” (aunque no todos, nosotros, por ejemplo, no). Es verdad, uno puede expresarse como le dé la gana. Pero si ya se tiene la palabra “rojo” para el rojo, ¿qué necia comunidad de usuarios se aferraría a llamarle “azul” al rojo? No otra sino aquella que goza de confundir. Usemos “ontología”, pues, con propiedad, para hablar de lo ontológico que en modo alguno se refiere “a las cosas mismas”, lo reológico. Se ve entonces por qué la reología no es ontología y por qué era menester crearla como diferente de ésta.

Excursus: ¿tiene algo que ver la reología filosófica con la reología física?

La respuesta rápida a esta pregunta es “no”. Pero vale aclarar brevemente la cuestión, puesto que hay quien, al escuchar el nombre de esta herramienta filosófica, nos dice: “¿sabías que la física tiene una reología?”. Sí, lo sabíamos. Un par de cosas que decir:{197}

Como ya se ha mencionado arriba, “reología”, en filosofía, es un neologismo híbrido formado entre el griego λóγος y el latín reus. Para los puristas de la lengua: neologismos híbridos los hay por montones, como “televisión”, “hiperactivo”, “bioluminiscencia”, y aunque no sea común en la designación de ciencias, también los hay: “sociología”, “neurociencia”. A decir verdad, esta preocupación nos da un poco igual. Pues bien, reus es “lo acusado”, aquello que está poseído y vinculado por la res. Inicialmente es una palabra que se aplicaba a una persona en un contrato o pacto, Marcel Mauss nos recuerda que reus “es ante todo el hombre que ha recibido la res de otro y, debido a eso, se vuelve su reus, es decir, el individuo que está vinculado a éste por la cosa misma”[5]. Atendiendo a este sentido de “vinculación por la cosa misma”, es que decimos que lo más propio, lo más “poseído” por una res, es su realitas. Por eso, la reología es el estudio de la realidad rea de las res.

Ahora bien, aunque la primera parte del vocablo es de neta procedencia latina (reus), cierto es que pudiera dar la impresión de venir del verbo griego ῥεῖν (rein), fluir, como de hecho acontece en la “reología” de la física desde la segunda mitad del siglo XX, una física de los fluidos, materiales deformables, capaces de fluir, etc. Esto no pasaría de ser una curiosidad, pero tiene sentido la homofonía cuando se piensa que, dicho en bruto, la reología es una “metafísica del proceso” o, mejor, sirve a {198} las metafísicas del proceso, esto es, anti-substancialistas o, lo que es lo mismo, no ontológicas.

En griego, ῥέω es el verbo para fluir. Πάντα ῥεῖ, se dice que decía Heráclito. Aunque nuestra reología no tenga que ver etimológicamente con esta acepción, es significativo que, a punta de homofonía, se aclare ya desde su sonar su diferencia radical con la ontología, que como ya hemos dicho es siempre substancialista. Para la ontología, la substancia se ha visto siempre como algo formalmente ἀκίνητον (akíneton), inmóvil. Aristóteles pensó en su Física (225b5 y ss.) que además de los movimientos o cambios de cualidad, de cantidad y local, todos accidentales, estaba también el substancial; pero en rigor no se trataba de que una substancia de suyo cambiara, sino que, de cambiar, dejaba de ser esa substancia y ahora había otra. Κατ’ οὐσίαν δ’ οὐκ ἔστιν κίνησις, no hay movimiento según la substancia, nos dice explícitamente. La substancia, formalmente hablando, es algo ἀκίνητον. Respecto de las substancias, lo que hay es μεταβολή (metabolé), pero no κίνησις. Sin embargo, por su parte, la reología halla, por el contrario, que la realidad es ῥοή, flujo o, mejor, es fluente. Se trata del dinamismo o “dar de sí” del que hablaremos más abajo. Y aunque la reología no se llame así porque encuentre que la realidad “es fluente” (o sea, no por lo de ῥέω), sí que es interesante que halle algo que la ontología, como tal, es incapaz de encontrar; cuánto más interesante cuando sonoramente hay una evocación a este carácter diferencial entre ontología y reología en aquello de “reo-logía” –contradistinto casi perfecto de “onto-lógica”–. En efecto, la realidad, como estructura {199} dinámica, podría ser denotada con el verbo griego ῥεῖν; a fin de cuentas, el primer teórico del devenir –si cabe hablar holgadamente– nos decía que “todo fluye”.

De cara a las metafísicas del proceso, si se me permite nuevamente hablar con holgura en este excurso, la reus-logía contiene formas de ῥέω-logía filosófica. Por eso, habría que decir que, si la reología no es en rigor una metafísica del proceso (o no está enmarcada dentro de esa particular tradición), tampoco es ajena a ella; de hecho, es mucho más cercana teóricamente hablando a ella que a cualquier substancialismo. Las filosofías del proceso son aquellas que sostienen en general que la realidad deviene y que, por tanto, sus estructuras son dinámicas. Por eso, se caracterizan por su dura crítica a la noción de substancia, así como a la quiescencia de su idea de realidad y las categorías con las que la entendemos. Igualmente, por su renuncia a la especulación a priori y por la utilización de las ciencias como parte integral de su método. ¿Se nota nuestra cercanía? En definitiva, costaría trabajo tildar sin más de “ontólogos” a los metafísicos del proceso como Whitehead, Hartmann, Rescher o Dupré, por cuanto ya hemos dicho que las características de la ontología son substancialistas, mientras que las de éstos son, hay que decirlo, expresamente contrarias. Tampoco son reólogos, no caeremos en anacronismos o fuera de lugar, pero son una bisagra que es menester no eludir y sí reivindicar.

En fin, por lo dicho, la reología filosófica no “tiene que ver” con la reología física, pero se emparenta con ella en cierto sentido por su referencia, coincidente, al fluir, toda vez que la reología filosófica se emparenta, por {200} motivos de sus hallazgos, con las filosofías del proceso en general. Entonces, podría decirse que al bagaje típico de estas metafísicas del proceso puede vérsele, en cierta medida, como una condición necesaria, aunque insuficiente, para la reología filosófica. Serían algo así como una de las varias condiciones de emergencia para herramientas metafísicas nuevas, en este caso, la reología.

10. Realista

Es menester recordar los avances siempre que se empieza una nueva sección, para que no se piense luego que cada cosa está inconexa o se descontextualice lo que está uno diciendo en lugares lejanos del mismo texto. Pues bien, la reología es entonces una herramienta filosófica para el siglo XXI. Sirve para investigar la realidad y lo real con lo que actualmente se requiere. Y en esa medida tiene unas características que la ponen en tal situación: es autónoma, es explicativa, factual, probativa, tradicional y no es ontología, porque la ontología no va de la realidad ni de lo real. Hacía falta algo con qué filosofar en torno a la realidad sin deformar esa realidad en, a la postre, meros conceptos, u objetos, etc. No nos pasará como aquel que, queriendo ir a las cosas mismas, termina yendo a los “modos de conciencia” en que aparecen, olvidando la motivación primera –bien que siempre quedará la pregunta por qué quiso decir con “Sachen”–. Es menester, pues, indagar lo reo las res, su realitas como algo reo de ellas, y no como ajeno, propio de “otro mundo”, convertido en {201} mero concepto u objeto puro. Es, por eso, la reología un modo realista de filosofar.

Ahora bien, como ya anunciaba antes, hoy en día en el mundo profesional de la filosofía parece haber una oleada de realismos por todas partes. La academia se sitúa, digamos, “entre realismos” –una época de pirita–. De hecho, se habla, tal cual, de “nuevos” realismos, como los de Harman, Gabriel, Ferraris y compañía, que a mi parecer nos son ni nuevos ni, por otro lado, tampoco se entiende bien por qué se llaman “realistas”. Pero aparecen también el “realismo robusto” heredero del pragmatismo americano de gente como Dreyfus o Taylor. En contextos similares, el de Putnam. No se diga el “realismo científico”, de todas las clases (moderado, estructural, deflationary, etc.), hasta el “semirealismo” de Chakravartty y demás. Como estamos por ver, la reología dista bastante de las ideas de estos realismos, por lo que, para diferenciarnos de ellos en un momento histórico de la filosofía profesional en el que parece haber tantos “nuevo realismos”, como hemos dicho en otro sitio nosotros afirmamos más bien que la reología es un “realismo nuevo”, invirtiendo el orden de los términos para demarcarnos respecto de ellos.

El problema es que “realismo” es una noción muy equívoca. “Realismo” no significa unívocamente aceptar “lo que hay en la realidad”, donde por “realidad” se sobreentiende “lo que ya está ahí y sanseacabó”. Con fortuna o sin ella, “realismo” tiene acepciones por lo menos en apariencia variadas, sobre todo por aquello que se va a calificar de “real”. En su uso, “realismo” suele ir acompañado de algún calificativo, porque “realismo” {202} significa comúnmente la posición que asigna o acepta la realidad de x, sea lo que sea la variable x. Así, por ejemplo, el “realismo de los universales” de la Edad Media concede realidad a los conceptos y proposiciones universales, no son sólo algo in anima (flatus vocis). También el “realismo científico” concede realidad a las entidades halladas por la ciencia, no son sólo meras teorías que sirven para salvar los fenómenos. El “realismo matemático” concede realidad a los objetos matemáticos, no son sólo creaciones humanas; y así sucesivamente. Es decir, “realismo” suele significar que aquello a lo que se le asigna el sustantivo es realidad y no está sólo en la “mente” de algún “sujeto”. Entrecomillaremos “sujeto” y también “mente” porque un reólogo no habla con estas nociones oscuras, propias de otra época, infestadas de problemas más que de respuestas y otros muchos inconvenientes; pero utilizaré por ahora estos términos, entrecomillados, por familiaridad con el lector, así como por usar el lexicón que aún muchos profesionales de la filosofía usan indistintamente sin detenerse a ver que es en ellos donde están los problemas. Hecha esta aclaración, sigo.

El común denominador de estos realismos no está, pues, en sus calificativos, pues los puede haber tan opuestos como contradictorios, así el “realismo fenomenológico” de Adolf Reinach respecto del “realismo inmediato” de Léon Noël o respecto del “realismo racionalista” de Mario Bunge; el primero cree que hay objetos ideales a priori que son reales sin ser ni “físicos” ni “psíquicos” (para él, “ontología” también es “teoría a priori de los objetos”), el segundo que lo presentado {203} inmediatamente a la conciencia es realidad (de algún modo), mientras que el tercero que sólo lo que decimos con la razón (la razón científica en particular) es real y no así –aunque sin negarlo– los qualia. El común denominador no está en sus calificativos, sino que está, más bien, en la idea de realidad que tienen todos, a saber, es realidad todo y sólo aquello que es “independiente de la mente”. Sea lo que sea a lo que llamen “real”, pues unos dirán que las estructuras de la física fundamental, otros que las partículas elementales, otros que los números, otros que los objetos, otros que los conceptos puros, etc., si es real es por ser “independiente de la mente”; así, las partículas elementales serían reales por ser independientes de la “mente” del científico y de cualquier otro, los números serían reales por ser independientes de la “mente” del matemático y de cualquier otro, etc. O sea que la razón formal de que algo sea real es, según ellos, “ser independiente de la mente”, por tanto, realidad se entiende de común como aquella zona de cosas, las que sean, que es independiente de la “mente” y que, por eso, hace de esas cosas de la zona ser independientes de la “mente” también (poseen esa “propiedad”). Esta acepción, sin embargo, me parece de partida errónea por irresponsable histórica y filosóficamente.

De esto ya he hablado en algún texto técnico y no me concentraré aquí demasiado; diré solamente un par de cosas al respecto para inmergir al lector en la propuesta reológica. La ingenuidad metafísica está en la partida, a saber, creer que podemos para empezar entender por realidad “mind-independence” (lo pongo en inglés porque es {204} en el mundo anglosajón de la filosofía profesional donde más evidentemente se ve esta acepción). Es un ingente error metafísico porque hemos tenido ya en la historia de la filosofía, que como he dicho es numéricamente la misma que la estructura dinámica de la metafísica, hemos tenido ya en ella críticas serias y severas, no menos razonables, a la idea de realidad qua (o en tanto que) “independiente de la mente”. Es lo que cuajó en el acontecimiento histórico del “Giro copernicano”, en el criticismo y, exageradamente, terminó a la postre en el idealismo.

Personifiquemos las críticas a la especulación de una realidad independiente de la mente en esta expresión, “Giro copernicano”, por motivos pedagógicos. Pues bien, el Giro copernicano se encargó de mostrar, con muchos argumentos y muchos grandes y duros pensadores, que de una u otra manera siempre está mentida la “mente” en aquello de que la “mente” trata, pues incluso quien habla de algo “independiente de la mente” lo hace “desde su mente” (lo cual es un gran acierto) y, por tanto, terminaba por concluir que no se puede hablar de nada más que de esa “mente” (si se quiere: Geist) o bien derivar de ella todo lo demás (como se intentaba desde tiempos de Wolff, como vimos, y lo cual es un grave error; en esto consistió su declive). Pero el primer momento de la crítica es correcto. Ahora bien, ¿significa esto que sólo podamos hacer filosofía “del sujeto”? En lo absoluto. Que hayamos pasado por un Giro copernicano tampoco significa que tengamos hoy en día que quedarnos atenazados a “los actos” de intelección, como aquel que cree que se puede hacer metafísica de “los actos” usando ambiguamente la {205} palabra, en un sentido aristotélico cuando conviene y en otro fenomenológico-heideggeriano cuando conviene más. No es preciso, como digo, atenazarse a los actos. Y no lo es por varios motivos, entre ellos, histórico-filosóficos, pues críticas a la crítica las han habido desde el propio Hegel, pero sobre todo a partir de los posthegelianos, que inauguran un nuevo horizonte aunque sin terminar de salir del anterior. En todos ellos se ve cómo, en efecto, hay una participación humana, llamémosle así, en la aprehensión de lo real (y vale decir que “aprehensión” no es sólo “percepción”, la percepción es sólo un modo de aprehender lo real), sin que por ello lo real deje de ser real ni lo humano, humano; hay una suerte de “convivencia”, aunque tensa, que se acusa a partir de estos pensadores, o sea, a partir de cierto momento de la historia estructural y dinámica de la metafísica. Así lo dejan ver la fidelidad a la tierra de Nietzsche, el instante de Kierkegaard, la intencionalidad de los fenomenólogos, la verificación empírica de los neo-positivistas, el ser-en-el-mundo de Heidegger, la coactualidad de Zubiri, entre muchos otros. Ahora bien, partiendo de las críticas a la crítica, se puede hacer una tercera crítica: hoy en día no es menester quedar recluido en la epidermis del “sujeto”; uno puede pensar realistamente las cosas, pero sin las ingenuidades metafísicas de los realismos “independentistas”. ¿Cómo? Considerando el momento estructural, sin ignorarlo, de la “participación” del aprehensor en la cosa real aprehendida como lo que es: un momento. {206}

Conviene, pues, recordar lo que se ha dicho en otro texto: una cosa es el momento de partida de la investigación y otra el momento de llegada, bien entendido que no son sino momentos de una unitaria investigación de lo real. No son cosas separadas. Hoy no se puede hablar de una realidad “en sí” (término que sirvió en cierto momento histórico pero que hoy es trasnochado y confunde más de lo que aclara), una realidad “en sí” de la que especuláramos “como sería si… no hubiera personas que la inteligen”, “cómo sería si… es independiente de la mente de las personas que especulamos”, pura y dura phi-fi, como se ve, pues de hecho la estamos inteligiendo, de hecho la estamos hipotetizando, etc. Pero esto tampoco implica que entonces no haya más realidad que la “subjetiva”, y que por tanto “no hay realidad”; esto es quimérico también. Como digo, tampoco es necesario sólo hablar de una realidad “para mí” (como contradistinto de “en sí”; otro término también conflictivo y propio de otra época), quedarse a la postre en “lo que yo soy”, una suerte de solipsismo, por “trascendental” o “absoluto” que se le llame. O sea que, por un lado, no podemos partir de una realidad ajena a nosotros, porque ya hemos pasado en filosofía por ese bache, pero, por otro, eso tampoco implica que debamos quedarnos sólo en el momento “subjetivo” de la aprehensión. No se trata, como aquel profesor de filosofía de la ciencia que “criticaba” a un alumno hegeliano, de decir algo como: “¿acaso no crees que el universo tiene 13,770 millones de años sólo porque entonces no había mente en él?”; esta puerilidad demuestra que no se puede ser ingeniero de carrera y luego hacer un doctorado en filosofía como si nada. Lo que se {207} dice cuando se dice que no hay realidad “en sí” es que los hallazgos de la investigación (científica o la que sea) a propósito de un mundo donde no había humanos, son hallazgos hallados por los humanos –por decirlo así de claro–, en este caso, se trata de una aproximación que se basa en las observaciones de la expansión del universo. O sea, una cosa es la partida, que siempre somos nosotros, y otra la llegada, que siempre habrá que ir probando; por eso no es trivial que hasta hace unos años se creyera que el universo tenía 14 mil millones de años y ahora doscientos treinta millones menos, porque prueba la marcha gerundiva (“aproximaciones”) de la investigación (“observaciones”). Pues bien, es posible continuar desde el momento de la primera aprehensión, como momento de partida, hacia las cosas mismas como momento de llegada, reconociendo ese primer momento como lo que es: un momento.

Lo que tiene que ocurrir en filosofía, entonces, es un cambio (o superación o reasunción) de la idea de “sujeto” y la idea de “realidad”. El “sujeto” no es una razón pura, la realidad no es tampoco una realidad pura, depurada de “sujeto”, “independiente de su mente”. El “sujeto”, la persona entera mejor, está imbuido en la realidad y la realidad lo sitúa y sitia; por tanto, la inteligencia de esa persona concreta (no “sujeto trascendental”, más bien no “sujeto trascendente”, o a priori o supranatural) es una inteligencia sentiente (o sea, por así decir: todo lo que intelige lo intelige con un cuerpo que está entre otras cosas), mientras que esa realidad impura, que no es realidad por ser independiente, es una realidad estante. Se requiere, pues, abandonar como filosofía fundamental a la {208} epistemología y a la ontología y resumirlas con noología y reología. Lo que debe cambiarse en filosofía es la idea de sujeto por la de una persona aprehensora integralmente (dicho mal y pronto) y la de realidad por la de un carácter de las cosas que esa persona aprehende y que, sin embargo, les hace irreducibles a la aprehensión y a los caprichos de dicha persona. Es decir, dejar de hablar de “sujeto” y hablar mejor de “inteligencia sentiente” (o mejor: senso-motora, o mejor aún: “noopráctica”), y dejar de hablar de “independencia de la mente” y mejor de “de suyo dar de sí” (como veremos luego), realidad estante que es siempre y sólo realidad instante, porque no sólo está sino que está instando. Al replanteamiento de lo “subjetivo” se llama noología, al replanteamiento general de la realidad se llama reología.

Había dicho antes que el concepto “noología” también surge en la Schulmetaphysik, y así es, pero este caso es diferente del de “ontología”. Si bien decíamos que “ontología” nada tiene que ver con lo que se cree de común sin rigor que es la ontología, por su parte en el caso de la “noología” contemporánea, concretamente la legada por Xavier Zubiri, sí que podemos decir que guarda relación filogenética con la noología de Abraham Calov, ya que él, en sus Scripta philosohica de 1673, la definía así: Noologia est habitus mentis principalis affinitatem rerum contemplans, quatenus ex eadem prima cognoscendi principia fluunt, o sea, noología es el principal hábito de la mente que contempla la afinidad de las cosas, en tanto que de ella (de la afinidad) fluyen los primeros principios del conocer. Esto no es lo mismo que la filosofía del conocimiento en {209} general, siendo justamente Calov el primero en distinguir la noología de la “gnostología”, a la que define como: habitus mentis principalis contemplans cognoscibile qua tale, el principal hábito de la mente que contempla lo cognoscible en cuanto tal (nótese la semejanza entre esa definición de “gnostología” y la que Lorhard daba de “ontología”, bien que Calov dice “metaphysica definitur sapientia Entis, qua Entis”, lo que luego tomará Wolff, como ya lo hemos hablado). En esa definición de noologia, Calov acusa ya la afinidad entre realidad e inteligencia, en su caso aún entre cosas y conocimiento, hablando él de la afinidad de las cosas de la que fluyen los principios del conocer, “afinidad” en la que creo que puede hallarse buena línea filogenética con la noología contemporánea que habla de “coactualidad” o “congenereidad”, más que de “afinidad”, entre inteligencia y realidad, esto es, toda realidad es realidad inteligida y toda intelección es intelección de realidad.

Esa coactualidad significa, mínimamente, que la inteligencia sentiente aprehende las cosas como realidad y no sólo como suscitación de respuesta (estímulos), ni como meros fenómenos, objetos, conceptos, “sentido”, etc., y las aprehende así porque humanamente la inteligencia y la sensibilidad no son dos facultades diferentes, sino un mismo acto, el de la persona entera en la realidad: inteligimos sentientemente o sentimos inteligentemente, digamos, “sentiligimos”. Así, dicho acto aprehensor sentiente completo tiene una estructura: 1) la “aprehensión primordial de realidad”, donde las cosas quedan como realidades “y nada más”, se nos notifican {210} como reales, sin saber nada más de ellas; aquí no se nos notifica lo que son las cosas realmente, sino simplemente que son reales. 2) El “logos”, donde se inteligen unas cosas respecto de otras, entre otros medios con conceptos y juicios descriptivos, por lo que aquí hay intervención cultural e histórica; es el momento de la “percepción”, percibimos cosas reales. 3) La razón, donde se inteligen unas cosas respecto de otras, pero éstas otras son actualizadas como fundamento de aquéllas, entre otros medios con conceptos, juicios y teorías explicativos, por lo que aquí también hay intervención cultural e histórica (la historia del conocimiento); es el momento de la “fundamentación”, o sea, es sólo hasta aquí donde acontece el conocimiento (nótese su ulterioridad) de lo real en profundidad. 4) Y la comprensión, donde se redondean los momentos citeriores haciendo el camino de vuelta para efectivamente decir que comprendemos algo (comprendemos por qué la Tierra se mueve sin parecer que lo haga, o sea, la razón refluye sobre el logos).

Vale recalcar dos cosas: 1) la aprehensión primordial de realidad no es un “primer momento” cronológicamente hablando, sino que es una característica que atraviesa todos los modos de intelección (logos, razón y comprensión), por eso en todos ellos se aprehende realidad y 2) que el logos, la razón y la comprensión son todos sentientes, pues son momentos de lo que en general se llama “inteligencia sentiente”, este es el gran hallazgo de la noología legada por Zubiri, o sea no son separables (ni siquiera analíticamente) lo actos intelectuales de la sensibilidad, pues la persona es persona entera y no razón pura. Como {211} se ve, en esta noología contemporánea está claro que los actos intelectivo-sentientes son todos de realidad, y lo que en verdad hacen es como ir profundizando en esa realidad primeramente aprehendida, para enriquecerla y entenderla mejor, por así decir. El caso es que son las cosas las que noológicamente llevan la batuta en los actos (se llama a esto “noergia”), algo que no pasaba con la “lógica” o “teoría del conocimiento” tradicional que, como la ontología ya revisada, anteponía nuestros modos de concebir antes que a lo realmente real. Pues bien, esto ya puede verse, aunque tímidamente, en la noologia de Calov (y no más que ahí, no así en su metafísica, por ejemplo), pues, al distinguirse de la “gnostología”, la noología comenzaba a separarse, por lo menos moderadamente, de los supuestos logicistas que la ontología traía desde su nacimiento.

Si antes dijimos que había que eliminar la ontología no por sí misma sino entendida como filosofía primera, ahora decimos que lo mismo vale para la epistemología. Aunque la palabra “epistemología” aparece en filosofía hasta el siglo XIX como traducción de Wissenschaftslehre, es claro que su concepto sí está desde inicios de la filosofía, a diferencia de “ontología”, por lo menos desde que Platón decía en el Teeteto (201d) que “episteme” es “creencia verdadera razonada” –no “justificada”–, μετὰ λόγου ἀληθῆ δόξαν ἐπιστήμην εἶναι: ciencia es la opinión verdadera atravesada por una razón. En ese sentido, claro que se puede hacer una filosofía del conocimiento (más aún, de ese conocimiento que es la “episteme”), bien entendido que “conocer” no es ni el primero ni el fundamental acto del {212} inteligir humano –ya mencionamos su lugar ulterior en la razón sentiente–. La epistemología tampoco es errónea por sí misma, pero hay que superarla si se le considera filosofía primera. Cuando así se considera, entonces aparece el problema típico de la epistemología: “¿cómo relacionar el sujeto con el objeto?”, el típico problema irresoluble del “puente” epistemológico, irresoluble si se parte de él y si se cree que la epistemología es la filosofía fundamental. Pero si no es así, si se hace un estudio de los actos intelectivos donde el conocimiento es relegado a un momento ulterior, por crucial y necesario que sea, entonces no hace falta que el “sujeto de conocimiento” se “relacione” con un “objeto”, porque ya desde la primera aprehensión que se ha tenido, antes de todo conocimiento, la cosa ha quedado como real en el acto intelector (intelecto-senso-motor) de la persona real humana, por tanto, para cuando al final va a conocerla, conocerá de ella su realidad, la realidad suya, por arduo y penoso que sea, y no meras proyecciones “subjetivas”, como muestra la historia del conocimiento. Y es que la noología es citerior a toda filosofía del conocimiento o de la ciencia, gnoseología o epistemología, porque, como digo, conocer, y cuanto más conocer científicamente, es un modo ulterior de sentiligir, cuyo modo básico es simplemente aprender lo real como real.

Así entonces, era necesario corregir el error metodológico de los actuales realismos que consiste en tener como momento de partida la realidad como “independencia de la mente” y tener como momentos de llegada el Giro copernicano. He ahí el problema de los realismos, que por ello siguen contraatacando a lo que {213} llaman el “correlacionismo” (la idea de que la realidad es sólo “para mí”). Error, porque no se puede partir de una independencia de la mente cuando es con la propia “mente” con la que estoy partiendo; literalmente es absurdo, contradictorio. Normal es que, al partir así, se caiga en la llegada en un Giro copernicano a ultranza donde a la postre no se pueda hablar sino de uno mismo y que sea menester atacar por “correlacionista”. Había que corregir el error, digo, e invertir el esquema: partiendo más bien del Giro copernicano (digamos, de los actos intelectivos), para que, bien estudiados ellos, sean ellos mismos los que no sólo nos permitan y posibiliten, sino que además nos lo exijan, llegar a una idea de realidad si acaso como “independencia de la mente”.

Así, si de algún modo surgirá la idea de “independencia de la mente”, tendrá que ser habiendo partido de la propia “mente”, so riesgo de confesar abiertamente que no se sabe ni filosofía ni su historia. En este sentido, la reología no niega que realidad pueda entenderse como “independencia de la mente”, lo que hace es negar esta idea como punto de partida, por tanto, podría aceptarla como momento de llegada de la investigación, bien entendido que la investigación sea probativa, factual, etc., y que por eso esa conclusión está siempre sujeta a revisión, es gerundiva. No es lo mismo afirmar algo como conclusión que como premisa; la independencia de la mente, cuando sólo se puede partir de la mente por ser nosotros –que tenemos “mente”– los que partimos, es una ingenuidad como premisa y hasta una contradicción. Como conclusión, en cambio, podría sostenerse, no digo {214} que se sostenga, sino que “podría”, lo que implica que habría que irlo probando (en gerundio).

Ahora bien, como digo, sería el estudio noológico de los propios actos que, bien hecho, me posibilite y ante todo me exija ir a las cosas mismas poniendo como en segundo plano esos mismos actos que así me lo exigen; lo primero es obra de la noología, lo segundo de la reología. Resulta que cuando investigo cómo son y funcionan los actos intelectivos (que son también emotivos y volitivos) en ellos noto que los términos sobre los que recaen, las cosas en una primera aprehensión, quedan en ellos como cosas reales, y no como fenómenos u objetos o ilusiones o estímulos o mero sentido o similares. Me son notificados como realidades, son cosas que, digamos así, “en mi mente” me aparecen como “independientes de mi mente”. Entonces todo cambia, porque no parto de la “independencia de la mente” sin más, sino que, desde la “mente” me entero de que las cosas son más que mi “mente”, que no se reducen a ella ni están puestas por ella. La realidad de las cosas no la pongo (idealismo), ni la supongo (realismos al uso), sino que se impone. En el estudio de mis actos intelectivos (noología) noto que no soy yo un guardián de las cosas, ni su pastor, ni su proveedor, ni nada de eso, sino que ellas tienen un fuero suyo y que “no me necesitan”, y es en su virtud que las experienciamos como realidades. Luego habrá que ver si yo he puesto algo de más en ellas o no, por supuesto; pero eso será luego, en otro momento de la investigación. Para empezar, a las cosas las noto como si no me debieran nada. Esto, y algunos varios matices más, constituyen lo que he llamado una “noología {215} mínima”, necesaria para el quehacer reológico y su fundamentación no-ingenua que, como se ve, no es “realismo ingenuo”. No hay realismo ingenuo en esto porque en la primera aprehensión que tenemos de las cosas no se nos dice lo que las cosas son, sino simplemente que son realidad. Realismo ingenuo sería decir que cuando veo el verde se me dice en el verde lo que el verde es, pero está claro que cuando vemos el verde no vemos que es “longitud de onda recodificada por un lóbulo occipital, etc.”, y sin embargo sí aparece el verde como algo que no pongo yo, simple y llanamente como algo de la cosa, sin saber aún qué es el color. El que aparezca como algo que no pongo yo sino como de suyo es lo mismo que decir que aparece no diciéndome lo que es pero sí que es realidad. Se puede, pues, hacer una filosofía de las cosas bien entendido que hay cosas y que hay personas –que también son cosas en este sentido– metidas entre ellas o, mejor, in medias res; o sea, bien entendido que la realidad es un punto de partida, no algo a lo que haya que llegar, pues, por un lado, estamos ya en la realidad y, por otro, en el momento de llegada no “llegamos” a una realidad ajena a la de partida, sino que es más bien la profundización en la realidad en la que ya siempre hemos estado. Se puede filosofar sobre las cosas reales y su realidad sin ignorar que somos nosotros quienes las aprehendemos, lo que no les quita un gramo de realidad sino, al contrario, resignifica la noción filosóficamente ingenua de realidad como “independencia de la mente” y la actualiza con lo que todas las personas, científicas y de a pie, entienden por realidad: un carácter de las cosas en virtud del cual “se nos resisten”. {216}

Pues bien, en reología, aunque queda la posibilidad en el momento de llegada de la investigación el entender la realidad como “independencia de la mente”, sin embargo preferimos que ni siquiera en ese momento se hable en esos términos, por muchos motivos que no cabe explicar aquí (por ejemplo, que se hable de que algo es “independiente”, que se siga usando la oscura noción de “mente”, que las realidades personalísimas son “dependientes de la mente” pero no menos reales, etc.), pero sobre todo por uno: porque esa sería una idea de realidad que sólo estaría en el momento de llegada y que por tanto no es transversal a la investigación completa (no se puede partir de ella, por contradicción, como hemos dicho), no es una idea filosófica por cuanto que no es trascendental. La “independencia de la mente” acaso pueda ser operativa, por ejemplo, para el científico, que tiene que asumir (y no siempre) la independencia de lo que estudiará para evitar sesgos, pero tiene poco interés en filosofía, es más, no es en rigor ya un concepto filosófico, por mucho que los profesionales no salgan de esta puerilidad. Por eso, era menester poner en expresión lo que entendemos todos por realidad, científicos y personas de a pie, y que aparece en todo momento de la investigación, tanto en la partida como en la llegada (llegada que siempre es gerundiva, insisto), a saber, realidad es un carácter de las cosas que consiste en de suyo dar de sí; he ahí lo que los reólogos llamamos realidad y que todos experienciamos como tal. Todo lo que está caracterizado por ese carácter es lo real, las cosas reales o las cosas simpliciter, las res. {217}

¿Todos entendemos por realidad esto? Sí, sólo que no solemos llamarle así. La expresión es un tecnicismo, sin duda, pero aquello que con ella acusamos es una experiencia de todos: de quien se fija al cruzar la calle como de quien intenta modificar los coeficientes de las ecuaciones de la gravedad para prescindir de la problemática “energía oscura”. Todos están pendientes de que las cosas den de sí de suyo tal o cual efecto, tal o cual actividad, efectividad, en vez de ser uno quien ponga en ellas más de lo que ellas exigen, praeter necessitatem. Esto no es lo mismo que decir que la realidad lo sea por ser “independiente de mí”, sino más bien a la inversa, pues se trata de que, si fuera “independiente de mí”, lo será por ser real. No es que algo sea real por ser “independiente de la mente”, sino que, si fuera “independiente de la mente”, lo sería por ser real. La razón formal de la “independencia de la mente” sería la realidad, y no a la inversa.

El que va a cruzar la calle aprehende (“en su mente”) la realidad de los coches, y por eso se fija antes de cruzarla; el coche se le hace presente como un coche real. El que está modificando los cálculos en la teoría de la gravedad, no está satisfecho con que la energía oscura sea real, con la problemática realidad de la energía oscura; está buscando que la realidad profunda de los observables, por ejemplo, la aceleración del universo, la tengan de suyo, y no sean los físicos quienes la estén poniendo o añadiendo. Por supuesto que es posible que ambos caigan de vez en cuando en el error, claro que sí, y que quien cruza la calle alucine al coche o que, a la postre, se compruebe la realidad de la energía oscura, pero ello será algo que tendrá que {218} averiguarse en la investigación (en gerundio). Sin embargo, en ambos casos realidad no es sino el carácter formal de las cosas que en cada caso están haciéndose presentes como reales, aunque luego haya que recalibrar en el camino. De hecho, este “recalibramiento” se hará justamente en virtud del mismo carácter formal, sólo que ahora lo que de suyo dé de sí será otra cosa y no ya el coche, sino, por ejemplo, una afección psiquiátrica que le hace alucinar con coches (y saberlo sería una refluencia de la razón sentiente sobre el logos sentiente).

En cualquier caso, este carácter es vivido (probado) como una “resistencia” de las cosas. Nótese, pues, cómo esto no es lo mismo que decir “independiente de la mente”, porque justamente ese “resistir” es un resistir a mi “mente” y a todo cuanto yo quiera hacerles caprichosamente (no sólo con “la mente”, sino también con los sentimientos, la volición, el “cuerpo”, etc.). Mas este primer momento de “resistírseme” a mí, resulta que también, ya en la investigación, lo encuentro entre las cosas mismas, como que entre ellas “se resisten” entre sí, es decir, el “actualizarse” o “hacerse presentes” las cosas es algo que acontece entre ellas y no sólo entre ellas y yo. Así, por ejemplo, la constante de estructura fina exige y determina el modo electromagnético de interactuar las cosas, de manera que de haber sido otra no tendríamos el universo que tenemos (si tuviéramos uno acaso). Así también, el bosón de Higgs es quien posibilita, exige y determina la masa de las partículas cuando interactúan entre él. Así también la velocidad de escape delimita cómo poder lanzar un proyectil fuera de la Tierra. Así las historias de los {219} sistemas seguirán principios de economización de la acción. Y así cualquier principio maximal o estacionario, cualquier ecuación nomológica, legaliforme, cualquier patrón psicológico o social, etc. O sea que encuentro que ese “carácter de resistencia”, por así decir, es de las cosas, y es así que ellas son dinámicas en uno u otro sentido. Por eso, a esta experiencia de las cosas que es la realidad, en las que lo experienciado es justamente el carácter de realidad de esas cosas (y nótese como “realidad” aquí no es un concepto, sino una experiencia), le llamamos técnicamente en reología de suyo dar sí, un carácter de todo lo real, de las res, de las cosas; eso es realidad, donde dinamismo (dar de sí) y realidad (de suyo) son convertibles.

Así entonces, no se trata de ver si una cosa es realidad o no (como cuando en la literatura alguien se pregunta por el sueño o la vigilia), sino de si esa cosa es realidad en cierto modo o en otro. Un número, en efecto, es real (no hablo de los “números reales”, lo que diré vale también para los imaginarios), ¿por qué? Porque de suyo da de sí, no está a la orden del capricho del matemático, sino que acusa unas características de suyo, y por tanto un dar de sí especial; por eso los sistemas axiomáticos siempre tienen proposiciones verdaderas no deducibles de los axiomas (Gödel); por eso puede haber demostraciones no-constructivas que sin decirnos como llegar al “objeto” matemático, sin embargo, nos prueban que existen, etc. No es que, como lo pensarían ciertos materialismos pueriles, un número no es como una piedra y por tanto no es real, ya que claramente la piedra es real y por eso sólo ese modo pétreo (“material”) sería realidad y todo lo otro {220} no; nada de eso. Más bien ocurre que su modo de realidad es otro. Aunque unívocamente en ambos casos el carácter consista en de suyo dar de sí, no dan de sí de suyo del mismo modo. Cierto es que en las cosas “materiales” este de suyo dar de sí cobra mayor patencia, pero lo hace sólo en virtud de la costumbre y no en virtud de una razón formal. Claro que el número tiene cierta efectividad, cierta “accionalidad”, cierto dinamismo, aunque su accionalidad no sea, por ejemplo, la gravidez, la pesadez, etc., de la piedra. No tiene ese “poder causal” como dicen unos, pero tiene otros –si vale hablar así–. En un sistema aritmético convencional, todo número entero que se multiplique por dos da como resultado uno par, he ahí su efectividad, el dos da de sí números pares cuando es multiplicado por cualquier otro número entero en esa aritmética. Y lo mismo, decía yo, para los números imaginarios, no sólo porque tengan un dinamismo en su propio orden, por ejemplo con las ecuaciones de Euler pueden conectarse el análisis y la trigonometría, sino además porque están presentes en la propia matemática compleja que describe el mundo de la física fundamental. Por su parte, está la piedra, cuya efectividad se nota, por ejemplo, cayendo con determinada aceleración, o dentro de un sistema con determinada energía potencial antes de caer, su peso, etc., y, sin embargo, no da de sí como el dos: no multiplico por piedras para obtener números pares, no tiene sentido. Cada uno tiene su modo reo de realidad, cada uno apresa su realidad a su modo; cada uno, de suyo, da de sí así o asá. En el caso matemático, el dar de sí queda demarcado por las “reglas del juego”, puede ser la Teoría de números, el {221} álgebra booleana, la Teoría de grupos, el cálculo lambda, etc.

Entonces, ese carácter de efectividad es lo que se llama realidad, de suyo dar de sí, un carácter de todas las cosas. La labor del investigador, ardua y penosa como siempre, será averiguar qué “acciones” son en efecto las que la cosa da de sí de suyo y no “de mío”, o sea, cuáles son sus dinamismos a diferencia de los que uno mismo, sin querer o queriéndolo, les haya puesto durante la investigación. Es la historia del conocimiento y el decaimiento de sus ontologías emparejadas. Parecía que una piedra de suyo tenía masa gravitacional y masa inercial por separado, luego pudimos ver que esa diferencia no es una característica que las piedras acusen de suyo, justamente porque el modo de dar de sí de “ambos” tipos de masa (de ambos “objetos” o “entes”) es el mismo (principio de equivalencia en relatividad general); o sea, aquella diferencia la habíamos puesto nosotros, “de mío” o “de nuestro” (por los motivos históricos y epistemológicos que se quieran) y por tanto no era real, no era de suyo de la cosa ella, rei illius. No hay dos entes, el masa-gravitacional y el masa-inercial. Aquí “real”, como adjetivo, acusa genitivamente una característica de la res. Y lo mismo ocurrió con los objetos éter, flogisto, calórico, espacio absoluto, tiempo absoluto, etc. La investigación –ardua y penosa– por hallar los dinamismos que de suyo acusan las cosas continúa, no sabemos qué otras características estemos poniendo “de nuestro”, qué otros entes estemos sustantivando, y que a la postre no sean de suyo de las cosas, no sean reales, o que de plano no sean ni cosas {222} (sospecho que “mente”, “conciencia”, “cuerdas”, quizá “energía oscura”, etc.).

En fin, al replanteamiento de lo “subjetivo” se llama noología, al replanteamiento general de la realidad se llama reología. Bien entendido que toda noología exige indagar más que sólo los actos de intelección donde las cosas se nos hacen presentes (o se notan) como reales, y por tanto exige hacer reología; y que toda reología proviene de una noología bien hecha. No hay “mera noología”, si fuera “mera” estaría mal hecha, sería incompleta y a la postre inconsecuente con sus propios hallazgos, pues el que halle que las cosas quedan en los actos como realidades y no como meros fenómenos o similares, exige que se les estudie de suyo, y no sólo de mío o, peor, sólo mis actos. La noología no supondría ninguna novedad respecto de la fenomenología si fuera mera noología. Si hay una novedad de la noología, esa es la reología –que la completa–. En efecto, para invertir el esquema típico de los realismos, que parten de la realidad como “independencia de la mente”, es menester superar (o mejor: reasumir) la tradicional epistemología con la novedosa noología, y la tradicional ontología con la novedosa reología. Superación que sólo se puede hacer superando las dos a una.

Entonces ambas, noología y reología, son dos momentos de una única investigación metafísica, sólo que uno como momento de partida y otro como momento de llegada; partir de los actos intelectivos para llegar, posibilitados y exigidos por ellos, a las cosas mismas. Investigación que sólo puede hacerse con las características a que hemos dedicado este artículo {223} (autonomía, explicabilidad, factualidad, probatividad, etc.). Bien entendido que este “llegar” no es un llegar a “otro” tipo de cosas, a otro mundo, sino al factible fundamento de esta cosa aquí presente, por tanto, siempre sujeto a revisión y mejora. O bien, por darme a entender: de las cosas como realidad, hacia la realidad de las cosas. Es decir, parto de que noto que las cosas son realidades hacia una investigación de la realidad profunda que las constituye. Y es que a partir de que noológicamente las cosas nos son notificadas como realidades, como cosas reales, es que puedo luego, pero verdaderamente, indagar su realidad profunda, bien como científico o bien como filósofo o bien como artista, etc., y cuando se hace desde la filosofía, esto es, desde la metafísica, se hace con reología: la investigación de lo reo de las res, a saber, su realitas. No hay más realidad que las que las cosas acusan, nulla realitas differt realiter a sua re (por invertir una frase del escotista Pedro Auréolo), ninguna realidad difiere realmente de su res. Y en averiguar cuál sea esa realidad rea de cada res, haciéndolo de manera autónoma o no doctrinal, explicativa, factual, probativa, tradicional y no ontológicamente, consiste la reología. Hela ahí.

11. Conclusión

Este trabajo quiso, con finalidad pedagógica y amable, mostrar al amplio público de qué hablamos cuando hablamos de reología. Recorrimos el siguiente camino:

  • El motivo de crear una herramienta nueva como la reología, a saber, hoy más que nunca nos acucia {224} el problema de la realidad y la filosofía no tenía cómo afrontarlo.
  • Afirmamos luego que la reología es por eso una herramienta y no una doctrina, es decir, es autónoma respecto de cualquier autor y carece de un “núcleo” duro de tesis ya hechas que haya que defender. No se defiende, sino que se usa; bien que esa herramienta tiene unas características específicas en virtud de las cuales es ella y no otra.
  • La primera característica mencionada fue que es un herramienta explicativa y no sólo descriptiva.
  • También es factual y por eso no es especulativa.
  • Es probativa y por eso no es una filosofía a priori.
  • Nos detuvimos brevemente para apostillar la necesidad de ciencia (y saberes en general) que tiene la reología.
  • Es tradicional, pero no en el sentido de heredar supuestos o conceptos o herramientas clásicas que hoy ya no dan el ancho, sino en el sentido de ir al frente de la marcha de la tradición para pensar a la altura de los tiempos, por tanto, no es tradicionalista.
  • Además, dijimos que la reología no es ontología, porque la ontología significa en rigor el estudio de los inteligibles, por tanto, su vía de especulación es una vía lógica, mientras que la de la reología es una vía física. “Ontología” no significa nada relativo a las cosas, eso es reología. {225}
  • A propósito de distinciones, convenía también hacerlo en otro excurso respecto de la “reología” de la física, aprovechando para señalar cercanías con las “metafísicas del proceso”.
  • Por último, hemos dedicado este trabajo a mostrar cómo la reología constituye un realismo nuevo, a diferencia de los otros “nuevos realismos” (sean los que sean entre los que se encuentra hoy la filosofía profesional), por no ser “independentista” y más bien entender que realidad es, a una y unívocamente, el dar de sí de las cosas de suyo, tanto con la persona humana como entre ellas.

Quede, pues, consignado lo que es la reología, en un lenguaje familiar y todo lo claro que hemos podido evitando excesivos tecnicismos. El lector deberá seguir su camino y siempre podrá hacerlo, si se pone, como reólogo.

Excursus: ¿qué son las cosas?

Hemos terminado de presentar a la reología de una manera apta para todo público. No queremos dejar en el tintero una pregunta que siempre se nos hace a los reólogos y que es menester responder de manera generalísima, bien que esto debe seguirse probando en cada caso, a fuer de respetar el modo ya expuesto de proceder, no a priori ni conceptista, etc., de la reología.

¿Qué son las cosas? La reología no da una respuesta a priori, no dice, como la ontología, “son substancias y no {226} pueden ser sino eso”, y a partir de ahí va vía lógica a las cosas para justificar su petición de principio (proyectando la estructura del lenguaje indoeuropeo al resto de lo real) con un claro sesgo de confirmación. Nada de eso. Las investiga y, a la fecha, reológicamente podemos afirmar que las cosas son sistemas estructurales. Esto es, trascendentalmente consideradas, filosófico-reológicamente consideradas, las cosas son sistemas estructurales. Todas las cosas. Y por cosas no entendemos sólo “las materiales”, sino cualquier “asunto”, que es lo que significa res. Las res, lo real, las cosas, los asuntos, son siempre –puede afirmarse a la fecha, y sólo en gerundio– sistemas estructurales, consideradas trascendentalmente –ahora diremos qué es esto–. Sistemas estructurales que técnicamente llamamos “sustantividades”, plural de “sustantividad”, un término que ha acuñado Xavier Zubiri precisamente para distinguirlo de forma “automática” del de “substancialidad” o “substancia”. La substancia, ya lo hemos dicho, es un soporte de propiedades proyectado vía un sujeto de atributos. La sustantividad, en cambio, es un sistema estructural, un sistema no de “propiedades” sino de “notas”. No diré aquí la diferencia entre unas y otras, pero ya está publicada en otro sitio.

Ahora bien, tenemos que lograr que “sustantividad” sea un término técnico de uso común en la filosofía, pero no en el sentido como “los analíticos”, gracias a Theodore Sider, hablan de sustantividad de los conceptos (que más bien significa que los conceptos han de ser no-triviales para ciertos dominios), sino como una noción metafísica que indique la realidad física de las cosas: ser sistemas {227} estructurales. Y esto sólo se puede lograr en filosofía, sobre todo la de naturaleza reológica, si autonomizamos la noción respecto de su creador Zubiri. Así como “substancia” hoy no es un término que pertenezca a nadie, pues lo hallamos desde Platón y Aristóteles, hasta Spinoza, Hegel, y muchos otros como John Heil o Edward Feser, así debemos hacerlo con “sustantividad”, so riesgo de reducir un término útil para todos a un concepto doxográfico que sólo opere y tenga sentido al interior de una particularísima biografía intelectual (al interior de un “sistema de pensamiento”, ya criticados). Si así se redujera, sólo a los zubirianos les interesaría el término, y las querellas irían por el lado de qué significó dicha palabra en ciertas décadas de su pensamiento, o si acaso la abandonó y sustituyó por otra, entre otras preocupaciones de doxógrafos, por interesantes que sean, pero no de filósofos. Eso, de hecho, es lo que se discute ad interiora del círculo de sus scholars. Es menester, puesto que es útil, autonomizar “sustantividad”.

Pues bien, volviendo a la pregunta: ¿qué son las cosas? Es el campo de estudio de la reología o, como dije en algún otro texto, con expresión tradicional pero vetusta, su “objeto material”. La reología investiga las cosas, las mismas que el científico y el artista; pero lo hace enfocando su dimensión trascendental. También en otras partes me he dedicado a hablar de los trascendentales reológicos, concretamente en Estructura trascendental de lo real, pero baste decir aquí que, aunque tienen en reología una relación con los clásicos trascendentales, los reológicos no son trascendentales conceptivos –como sí lo {228} son los clásicos–. No son trascendentales por ser “más generales que las categorías”, porque no son conceptos. La contradistinción clásica era entre “trascendental” y “categorial”, pero la reológica es entre “trascendental” y “talitativo”, porque no es lo trascendental algo “más general que las categorías” o los también llamados predicamentos, todos conceptivos. Sino que lo trascendental es una dimensión de las cosas tal y como son, de su “talidad”. Por eso, son las mismas cosas que escudriña el físico o el poeta, pero en su dimensión trascendental, rea de lo talitativo (y no ajena en un τόπος νοητός (tópos noetós)), es decir, escudriña en esa dimensión que es transversal a todas las cosas, como “ortogonal” a todas ellas, que las atraviesa y excede. Esas características que se vayan encontrando (en gerundio y probativamente, etc.) son los trascendentales, y por eso no pueden ser enumerados a priori, sino que tienen que irse probando en cada caso. El primero de ellos es “realidad”, pues realidad es un trascendental de todo lo real, lo que parece obvio, pero a punta de serlo se ha dado por obviado, deslizándose mucha filosofía “realista” hacia el conceptivismo –como hemos visto–. Y así, todos los otros trascendentales serán convertibles con él. Algunos que hemos hallado (resultados sujetos siempre a probación, revisión y cambio; y en busca de nuevos hallazgos) son: estructura, respectividad, dinamismo.

1) Estructura. Las cosas, pues, son sistemas estructurales, sustantividades. Y, por tanto, lo crucial en ellas, lo que las sistematiza, son estructuras. “Estructura” sería una noción reológica fundamental (un trascendental), {229} habida cuenta de que fundamentalmente lo real es real por estructuras. O sea, estructura es siempre estructuración; en reología, “estructura” no tiene ninguna acepción fijista, como en muchos de los estructuralismos clásicos (francés) y contemporáneos (anglosajón). Así, las estructuras que estructuran sistemas son “estructuras estructurantes”, mientras que los sistemas estructurados (siempre dinámicos, incompletos y temporales) son estructuras estructuradas. Ninguna de estas nociones es quiescente, porque un cierto sistema que podría parecer estructura estructurada visto así, resulta que visto asá es estructura estructurante. Muchos ejemplos hemos dado en muchas otras publicaciones. El ADN estructura de determinada manera “unidireccional” (el antes llamado “dogma” de la biología molecular), pero las proteínas y el ARN, vía epigenética, también actúan a su manera sobre el ADN, de modo que en ese sentido ya no es sólo estructurante sino también estructura estructurada, etc. Lo mismo con otros tipos de cosas, como las matemáticas, las literarias o las artísticas en general.

2) Respectividad. Esas cosas, que son sistemas estructurales, por ser sistemas, lo crucial en ellos son sus estructuras, como he dicho, no tanto sus “elementos”, digamos, sus “notas” (que no es idéntico a “propiedad”, como insinué). Y así lo es porque son las estructuras, que van generando ciertos subsistemas, quienes garantizan y mantienen (aunque sea temporalmente) la suficiencia constitucional de una determinada sustantividad. Una cosa es sustantiva si, por lo menos durante un cierto tiempo, mantiene suficiencia constitucional; si no la alcanza, no {230} llega a ser sustantiva, no llega a ser una cosa, sino, a lo mucho, “algo de una cosa”, una “nota” suya, pero no una cosa plenamente tal. Ahora bien, el que las notas sean de la cosa y, por tanto, del resto de todas las notas de la cosa, es un “síntoma” de que las cosas mismas son siempre abiertas, tanto “hacia sus notas” como hacia otras cosas. Esa apertura constitutiva de las cosas de llama respectividad –otro trascendental–.

3) Dinamismo. Y así pues, averiguando, se puede decir que en la sustantividad hay diferentes subsistemas según la función que cumplan en el sistema entero y en el campo (de respectividad) en el que esté la cosa. Así, se habla de subsistema adventicio de notas, subsistema constitucional de notas y subsistema constitutivo de notas. Nótese que no hablamos, como Zubiri, de “subsistema de notas adventicias” o de “notas constitucionales” o de “notas constitutivas”, porque lo calificado no son las notas como creyó él, sino el subsistema –diferencia no trivial–. El primer subsistema acusa cierta cosa determinada pero no participa activamente en la determinación de la cosa; el segundo acusa la cosa determinada y es la cosa determinada; el último subsistema, el constitutivo, es el esencial, pues no sólo acusa la cosa determinada ni sólo es la cosa determinada, sino que además es quien determina a la cosa determinada, quien la hace ser lo que es. Por eso, es como la esencia de la cosa, erigiéndola esencialmente a ser lo que es, real y físicamente, no conceptivamente como lo era la “esencia” o “substancia segunda” en la filosofía clásica. Es por eso, ese subsistema, una estructura estructurante que, por cierto, no tiene por qué estar {231} necesariamente “dentro” de la cosa (bien entendido que el par “dentro-fuera” no tiene sentido riguroso cuando se habla de sistemas y campos). Ahora bien, ese subsistema es, nuevamente, dinámico, por lo que lo que pudiera parecer esencial visto así (en cierta respectividad), podría no serlo visto asá (en cierta otra respectividad), por eso la investigación es siempre inagotable, no sólo por las limitaciones sentientes de nuestra inteligencia, sino por el propio dinamismo de lo real.

Que al gorila Snowflake puedan gustarle más los plátanos que los mangos, sería una característica propia de un subsistema adventicio, pues aunque nos acusa algo de Snowflake no es Snowflake. Pero el que sea blanco, sin embargo, es más bien propio de un subsistema constitucional, pues es Snowflake el que es blanco, es albino. Ahora bien, hay un subsistema determinante para que el bueno de Snowflake sea una realidad albina, constitutivamente blanco, a saber, uno en el que haya una mutación en el gen TYR, situado en el brazo largo del cromosoma 11, gen que codifica la tirosinasa, enzima crucial para la síntesis de la melanina, pigmento responsable de la coloración. Snowflake es albino por la mutación de un gen en este subsistema constitutivo. Ahora bien, como digo, esto no es un subsistema quiescente e inalterable, pues sólo codifica la blancura del gorila si está en el gorila. El gen TYR, fuera del brazo del cromosoma 11, o el cromosoma fuera del núcleo de las células, o las células fuera del organismo, etc., o sea, la variable x fuera de su campo físico de respectividad no daría de sí de suyo ni blancura ni nada. Esto es, no sólo el gen determina {232} (estructurante) sino que es determinado por sus condiciones (estrucutrado). He ahí el dinamismo, otro trascendental.

Sistemas estructurales, y sus muchos matices, son lo que son las cosas consideradas trascendentalmente.

Dicho eso, concluyamos este excurso con clarificaciones terminológicas. “Realidad”, “lo real” y “real” no son lo mismo. “Realidad” es un carácter de lo real (que consiste en de suyo dar de sí). “Lo real” es la cosa, una expresión que sustantiva un adjetivo a fin de acusar con ella una sustantividad, lo real es este vaso real, este número real, esta piedra real, etc. Por último, “real” es un calificativo de lo real, de la cosa, o sea, es algo “relativo a una cosa, a una res”, por ejemplo, la longitud de onda del color azul de este vaso es real por ser de este vaso azul. Así, con estos tres términos diferenciados, decir “realidad real de lo real”, por enrevesado que pudiera sonar, tiene sentido reológico, aunque no sea una expresión que empleemos de común por prestarse a oscuridad. “Realidad”, insistimos, es un carácter de lo real, y cuando se dice “realidades” en plural, estamos refiriéndonos a las cosas reales, pues no se puede decir “lo real” en plural. Por su parte, “real”, como digo, es un adjetivo. Y ha sido históricamente siempre un adjetivo de res, no de realitas; “real” aparece desde al menos tiempos de Mario Victorino en el siglo VI, pero realitas sólo hasta tiempos de Duns Escoto en el siglo XIII. “Real”, pues, es algo relativo a la res, algo de suyo de ella, como había identificado Suárez (quien usara “realis” tanto como “ex se”), por eso, un sinónimo perfecto del adjetivo “real” es el adjetivo “físico”: {233} x’ es físico cuando es de la phýsis de x, cuando es de x por su propia phýsis (κατὰ φύσιν –kata phýsin–, por contradistinto de παρὰ φύσιν –para phýsin–).

Entonces, realidad es un carácter de las cosas, de las res, de los sistemas estructurales, de las sustantividades, de lo real. Hallar qué de esas cosas es de suyo de ellas, qué es real de lo real o “relativo a esa res en concreto” (κατὰ φύσιν), en vez de qué le estoy poniendo yo (παρὰ φύσιν), es distinguir sus características físicas respecto de aquellas que yo pudiera estar suponiendo conceptivamente. Por tanto, filosóficamente hablando, “físico” o “real” lo es de todo asunto, siempre que sea suyo, y no sólo de lo que la ciencia Física habla. Es en virtud de esto que las investigaciones son posibles, porque en ellas se busca –por arduo y penoso que sea– lo que de suyo son las cosas, acrisolando lo que nosotros podríamos estarles añadiendo conceptivamente. Por eso, las cosas, aún las ficticias (que también son sistemas estructurales) tienen ese carácter físico de realidad.

Así, puede uno debatir con Gregorio Marañón cuando afirmaba que Don Juan era homosexual, o sea, puede haber una querella relativa a un personaje de ficción, pues no se zanja diciendo: “como es de ficción, puede ser lo que sea”, no, porque, efectivamente, no puede. Don Juan no es “lo que sea” por ser de ficción, y en averiguar lo que efectivamente es (o podría ser), se juega la investigación literaria, de otro modo bastaría con las tertulias de opinólogos y no serían necesarias las Facultades de Letras y sus centros de investigación. La investigación literaria, en {234} este caso, indaga si tal o cual cualidad es una cualidad física del personaje de ficción y no un añadido supuesto por ciertos teóricos con fines ideológicos y conservadores, en el ejemplo. Esto dicho no contraviene a lo que hemos hablado antes sobre la phi-fi. Una cosa es filosofar sobre la ficción, que en última instancia es filosofar sobre el modo de realidad que la ficción acusa, y otra cosa es “filosofar” fingidamente, fingir que se filosofa. No son lo mismo. El tema está en no confundir algo evidentemente diferente. Claro que la ficción tiene su modo de realidad, y en averiguarlo se jugará mucha buena filosofía que, por cierto, falta por hacerse. Quizá Pedro Salinas haya aportado mucho al campo en sus conferencias sobre el poeta y la realidad; y ¿quién negaría la realidad de lo ficticio? La fuerza de inercia llamada centrífuga, por fuerza ficticia que sea, es la que al final “te mata” en un accidente de coche, o la que te mantiene pegado al asiento en una montaña rusa; lo que es más, para la relatividad general la propia gravedad es una fuerza de inercia, sin embargo es la que nos mantiene con los pies en la Tierra. Claro que lo ficticio acusa realidad; en este sentido, claro que hay cosas ficticias o “fictuales”, un modo de lo factual.

Lo real –termino– es la cosa, la res, el sistema estructural, y el carácter que esto tiene de “de suyo dar de sí” (su auténtico dinamismo) es su realidad. Una realidad que se me presenta en mi acto intelectivo como realidad, en el momento de partida de la investigación, porque la cosa está actuando sobre mí como cosa real, y en virtud de la cual no soy yo quien “pone” esa realidad suya de la cosa que se me presenta. Pero resulta además que, en el momento de {235} llegada de la investigación, su realidad ahora se me presenta enriquecida, no ya sólo como algo que actúa sobre mí, sino desplegando muchas más facetas de su dinamismo. Por eso es que ese dar de sí no es sólo “hacerse notar” conmigo, que también, sino además es un dinamismo que la erige, a la cosa, a ser lo que sea que es (mejor: lo que está siendo). De partida, por ejemplo, un árbol se hace notar como algo real, como algo que no pongo yo, y en su virtud averiguo, de llegada, su estructura que lo erige, su arbórea realidad profunda. Por eso, en ambos momentos hay realismo, el realismo de partida y el realismo de llegada, que constituyen un único realismo, el noológico-reológico o reológico sin más, toda vez que la reología reasume la noología como momento del cual partir; vale decir, constituyen un único realismo, el metafísico simpliceter, realismo real.

En fin, desde este realismo nuevo, realidad es un carácter de las res, ese carácter consiste en de suyo dar de sí, por eso no es trivial decir que toda res real apresa su realidad, o mejor: que toda realidad es rea de una res real; lo que nos fuerza a investigar sin alejarnos de las cosas, esto es, a emprender una vía física de conocimiento, alejados de los sueños conceptistas de la razón (pura) filosófica… filosóficamente irresponsable. Y entonces, a la pregunta “¿qué son las cosas?” respondemos que, destilado un conocimiento metafísico (trascendental) respecto de los otros actuales conocimientos disponibles, las cosas son sistemas estructurales, bien entendido que para ver qué es cada cosa en cada caso será menester, por exigencia de esta herramienta que es la reología, {236} averiguarlo concretamente sin responder a priori nada. ¿En qué consiste este sistema estructural que llamamos “árbol”? La reología advertirá a cualquiera que se lo pregunte que, para responder, habrá que continuar las investigaciones al respecto, mismas que nos llevan tanto a la biota (y microbiota) que en él vive, como al bosque en el que vive él. Determinar qué es un árbol se pone interesante cuando a la biología botánica le son necesarias la microbiología y la ecología, es decir, más de lo que aparentemente necesitaba. La respuesta de toda investigación, pues, no será nunca trivial. La reología, en este sentido, dignifica ante los filósofos profesionales simplistas que todo conocimiento es bienvenido, que no sólo la ciencia pop es la ciencia base, en suma, que hay más en el cielo y en la tierra de lo que sueñan sus “filosofías”.

Baste esto para mostrar la potencia de esta herramienta nuestra que estamos aquí poniendo a disposición de todos, para que sea explotada con todo el rigor por otros usuarios y se atrevan a averiguar filosóficamente qué son las cosas. Es turno de que nueva gente emprenda más investigaciones reológicas.

Bibliografía

{Puesto que en el artículo original la bibliografía estaba actualizada sólo hasta 2022, preferimos compartir ahora la más reciente dando clic aquí}


Notas

[1] Vale decir que los resultados que en el libro Inteligencia sentiente (de la década de los 80) Zubiri hace pasar por hallazgos descriptivos, sin embargo, son hallazgos explicativos provenientes de sus investigaciones en ciencias, pues lo que en los 80 atribuye al “mero análisis”, en la década de los cuarenta lo presenta como resultado de sus incursiones científicas, como lo muestra el curso ahora publicado Ciencia y realidad (1945-1946), del que pude colaborar en su edición. Es decir, la descripción es por sí misma insuficiente, requiere siempre de investigaciones en profundidad y, lo que es más, muchas veces parte de ellas.

[2] Es heißt aber jede Erkenntnis rein, die mit nichts Fremdartigen vermischt ist. Besonders aber wird eine Erkenntnis schlechthin rein genannt, in die sich überhaupt keine Erfahrung oder Empfindung einmischt, welche mithin völlig a priori möglich ist (KrV, A11). (Cursivas mías).

[3] Ontologie ist eine reine Elementarlehre aller unser Erkenntnis a priori, oder sie enthält den Inbegriff aller unsrer reinen Begriffe, die wir a priori von Dingen haben können […] Die Ontologie ist der erste Theil, der wirklich zur Metaphysik gehört. Das Wort selbst kommt aus dem Griechischen her, und bedeutet soviel als die Wissenschaft der Wesen, oder recht dem Wortverstande, die allgemaine Wesenslehre. Die Ontologie ist die Elementarlehre aller meiner Begriffe, die mein Verstand nur a priori haben kann. (Cursivas mías).

[4] Metaphysicians usually also use logic and set theory to formulate their theories. From our perspective this does not confer any extra epistemic status on their activity, but it may bamboozle the outsider or the student into supposing that the activity has much in common with mathematics and science. (Cursivas mías).

[5] C’est avant tout l’homme qui a reçu la res d’autrui, et devient à ce titre son reus, c’est-à-dire l’individu qui lui est lié par la chose elle-même.